PACIENTE. Rajoy con nubarrones al fondo en la playa guipuzcoana de Zarauz durante un homenaje el 21 de enero pasado a los concejales del PP asesinados en el País Vasco. / BERNARDO CORRAL
ESPAÑA

Rajoy, un político de combustión lenta

El líder opositor se ha cargado de dosis infinitas de paciencia para lograr la cabeza de Costa, aunque el precio fuera el desgaste interno

MADRID Actualizado: Guardar
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Cada día, en la sobremesa, Mariano Rajoy se entrega a la ceremonia de encender el primer puro del día, una costumbre que ha estrenado hace tres semanas, cuando se impuso la obligación de dejar de fumar por las mañanas. Con su inveterada parsimonia, calienta la labor de tabaco, capa el veguero y lo enciende. Es un fumador experto y logra que el fuego viva durante horas. El líder del PP, como los puros que fuma desde hace cuatro décadas, es un político de combustión lenta, reacio a las decisiones rápidas y viscerales, pero de paciencia infinita y descomunal aguante. Estos rasgos hacen que sea implacable con sus adversarios y las personas que le incomodan. Van cayendo en el camino sin derramamiento de sangre.

Este viernes estuvo a punto de alterar su trayectoria pacífica y tuvo que ejercer toda la presión que supo para que Francisco Camps obedeciera sus instrucciones y entregara la cabeza de su número dos en el partido, Ricardo Costa. Aun así, no llegó a perder las formas. Cuando cayó en la cuenta de que el presidente de la Generalitat mintió en el encuentro que mantuvieron en el parador de Alarcón la pasada semana, el líder del PP inició el acoso y derribo al barón valenciano. Empleó la táctica del intermediario y envió al vicesecretario de Comunicación, Esteban González Pons, como ejecutor. No fue suficiente y el propio Rajoy tuvo que emplearse a fondo y recurrir a otros pesos pesados del partido para vencer la parálisis de Camps.

Sin violencia

Costa se convierte así en uno más en la nómina de los caídos de Rajoy, que es larga. Ninguno, sin embargo, podrá acusarle de haberle echado a patadas. Todos acaban por desistir o abandonar tras una lenta agonía, en medio de una gran indiferencia del jefe. Sus admiradores quedan fascinados por esta extraña habilidad. Sus detractores, en cambio, se rasgan las vestiduras por el precio que paga el partido por su aparente apatía.

En el PP las opiniones están divididas. Unos creen que es un killer que mata sin dejar huella. «Es un asesino silencioso, un asesino en serie», dicen con asombro los más jóvenes del partido al ver caer, uno tras otro, a quienes le incomodan. «Sus víctimas no son tales, lo que pasa es que no tiene un auténtico equipo y sólo cuenta con personas en tránsito que, ocasionalmente, trabajan para él»; una definición en la que coinciden amigos y detractores. «Mariano es un señor discreto al que no le gustan los cotilleos. Escucha, toma nota y actúa, pero no es un líder de ordeno y mando». Este dibujo corresponde a uno de sus más fervientes admiradores, que también recuerda que el presidente del PP tiene una memoria de elefante. Quizá sea por eso que sus amigos dicen que nunca perdona a sus adversarios.

Que «Mariano no se casa con nadie», lo sabe todo el mundo porque el líder popular no ha sido nunca amigo de capillitas o familias, pero esta virtud también es motivo de reproche pues a la larga es un grave inconveniente para quien debe liderar un partido en la oposición. Algunos de sus dirigentes caídos se quejan de que es incapaz de asumir compromisos con sus más cercanos colaboradores, lo que ha propiciado el abandono de muchos. Nunca da instrucciones claras y tajantes, deja que la gente actúe a su aire y bajo su responsabilidad, sin una guía.

Ni siquiera en las reuniones de los famosos maitines traza una pauta a seguir pero es especialista en desactivar conflictos, como demostró en numerosas ocasiones al servicio de Aznar. Facilitó pactos con los nacionalistas y puso la cara por el Gobierno en el desastre del Prestige.

Precisamente, su personalidad política sin aristas, la ausencia de enemigos y, sobre todo, la falta de un proyecto propio fueron los valores que hicieron de él el candidato perfecto, a los ojos de Aznar, para heredar el partido. En efecto, Rajoy exhibió esas cualidades en su primera intervención ante la Junta Directiva Nacional que le habría de elegir candidato a la Presidencia del Gobierno, en 2003. «Nunca he tenido un problema con nadie y si lo he tenido no me acuerdo», dijo a los directivos. Era verdad porque su aversión al conflicto le ha llevado siempre a orillar las broncas y afrontar los problemas a su manera.