MAR ADENTRO

Elegía por un drago

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Verán que el drago de Puerta Tierra se está echando a morir y no parece que vaya a convocarse ninguna cumbre mundial para salvarlo. Ahí anda mustio como un anciano al que ya no le interesa ni ponerse a mirar las obras. Dejado de la mano de todos los dioses, no falta quien denuncie una mala gestión municipal a la hora de conservar sus cincuenta años, que son los míos: ambos conocimos todavía los trolebuses y quizá miramos juntos los ojos quinceañeros de un primer amor a bordo del autobús que unía el balneario del antiguo hotel Playa con aquella Plaza de España en la que latía un reloj de flores.

Permitan que me gane la nostalgia y no la ira: y es que él era como de mi familia, pues me veía jugar de chico en los fosos de Puerta Tierra y oír a Led Zeppelin en la adolescencia de un radiocassette heroico. Pero allí también estaba él, cuando la primera manifestación multitudinaria del primero de mayo se paró junto a las murallas para guardar silencio ante aquel lugar convertido en paredón bajo la última tiranía que asoló a este país.

Y no entiendo por qué los compañeros del metal y los piquetes de astilleros no van a acompañarle en esa agonía suya. No comprendo por qué no le llevan cajas de bombones y ramos de flores, porque el drago se sumó a sus huelgas, a las concentraciones ante el gobierno civil cuando era gobierno civil y las balas de goma de la policía rivalizaban con las pelotas ciudadanas.

Dicen que el drago se muere por exceso de riego. En cierta medida, es un símbolo de eso que llaman Primer Mundo, que sigue engollipado en plena crisis. A lo mejor, vaya usted a saber, está siendo vencido por ese raro alzheimer que resulta tan contagioso: ese peligroso olvido de cuando fuimos pobres y nos faltaba agua. O quizá le ocurra todo lo contrario, que a él no le hacen falta rabitos de pasas, sino que echa poderosamente en falta aquellos tiempos en que al I+D+I se le llamaba picaresca y cuando la carne de bragueta desafiaba a todas las posibles gripes porcinas. Quizá eche de menos, como digo, a aquel Cádiz a veces tan alegre y casi siempre tan ingenuo, en que la gracia que tiene este país tapaba el hambre que íbamos a pasar. O tal vez, quizá sea eso, justo esté temiendo lo contrario: que volvamos de repente a encontrarnos con todo aquello, boquerones perdidos, sin pan ni utopía que llevarnos a la boca, cuando seguimos batiendo las plusmarcas del paro; y esperando eternamente aquí, a su verita, a que ocurra un milagro o que exploten los polvorines, que Papá Estado venga a salvarnos con el séptimo de caballería o que regrese de nuevo Napoleón con sus escoltas para que los gaditanos tengamos de nuevo un motivo para unirnos. Aunque sea para salvar a un drago moribundo. Aunque sea para salvarnos a nosotros mismos que, sin darnos cuenta, nos estamos dejando matar suavemente por la canción del olvido.