ANÁLISIS

Cogida de El Cid

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P or la mañana, la corrida de El Ventorrillo corrió el encierro reunida en un pañuelo y con una velocidad de prodigio. Vistos y no vistos los seis toros, que, después de tan fantástica ráfaga, resultaron ser de seis líneas distintas. Cuando s e fueron soltando de uno en uno aunque no por su orden, las diferencias se hicieron muy notables.

El que rompió plaza dio 600 kilos en báscula y estuvo a punto de reventar las tablas de un burladero en el primer remate. El Cid estuvo pensándose si brindar el toro o no. Hacía un poco de viento. No hubo brindis.

El toro prendió por la ingle a El Cid en el segundo embroque. Un primer muletazo cambiado por el pitón izquierdo y en las rayas, y el toro quiso de largo y con alegría. En el muletazo de vuelta, con El Cid por dentro y en la suerte natural -la mano y el pitón del mismo sentido, el derecho ahora-, el toro se le vino al vientre y lo volteó y derribó: una cornada en el muslo y otra en la taleguilla a la altura de ingle y bragueta que taladró la bolsa de los testículos. Quitaron enseguida al toro, El Cid trató de recomponerse, se resolvió en lógica llevárselo a la enfermería. Es costumbre definir la consecuente circunstancia en macabros términos: « ...y la corrida quedó en un mano a mano». No exactamente. Pero dejaron de salir por su orden los toros: el lindo cuarto se acabó jugando de sexto y fue toro de muy buen juego. Castella corrió con el cargo del toro que hirió a El Cid, y con los dos de la propia nómina, que se echaron de tercero y quinto, y salieron buenos los dos.

Con su generoso escaparate y su llamativa presencia, los toros llenaron parte destacada del espacio y el tiempo del espectáculo. Tanto como Castella, que anduvo con categoría: solemne, fino, valeroso, templado, seguro. Sin echar cuentas de la playera cuerna del tercero, tan descarado que no animaba a combatir cara a cara precisamente ni a pintar flores; confiado con el quinto, que fue, dentro de su seriedad, toro más armonioso, más sencillo de ver. Como el que se corrió de sexto. O como el tercero, el toro que se echó misteriosamente. La calma fue razón mayor del saber hacer de Castella: en las distancias de aliento o en corto, en el toreo en la suerte natural o cambiado, en los circulares de ida y vuelta, en los ayudados por bajo, en los de compás abierto y en el toreo a pies juntos, con el capote y con la muleta. Con seguridad y gobierno. Hermosa la faena del quinto toro, que Castella no remató con la espada. Poderosa y arriesgada la del tercero, que tuvo momentos de gran delicadeza y, esta vez sí, el refrendo de una valiente estocada. La parsimonia de Castella fue notable. Su autoridad.

Manzanares, en cambio, anduvo un si es no es en cada una de las bazas.