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Lastre

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Hay que hacer limpieza. Hay que tirar cosas. Tengo una amiga que siempre lo guarda todo. Entradas de cine, billetes de avión, piedras. Es de locos. Para retener el paso del tiempo, dice. Y lo hace desde que era una niña. Se lo pueden imaginar: trozos de pinturas, envoltorios de chicle, cromos. Y todo así. Ahora andará por los cuarenta. En fin. Además, no guarda las cosas por si fuera a necesitarlas en el futuro, claro. Nada de eso. No hay ni pizca de visión utilitaria en su actitud. De hecho, desde un punto de vista estrictamente pragmático, podríamos decir que la totalidad de las cosas que guarda son absolutamente inservibles. O sea, que las guarda porque le gustan. Porque le parecen importantes. Eso que parece que no es nada y que al final lo es todo: esa quinta o sexta dimensión de la realidad que tiene que ver con las emociones que nos producen las cosas que nos pasan y que cada vez está resultando más difícil de entender, más compleja y más problemática en todos los sentidos. Le digo: hay que tirar cosas, la vida es tirar. Dejar atrás. Pero en el fondo supongo me lo estoy diciendo a mí mismo, porque yo también soy bastante así. Lo admito. Aunque antes lo era más. Recuerdo cuando nos cambiamos de casa. Hubo que abrir cajones, vaciar armarios. Por todos los lados aparecían fragmentos de recuerdos antiguos. Pensé: estamos demasiado cargados de reliquias cutres. De chatarra psicológica. De porquería del alma. Hay que tirar. Tirar puede ser muy terapéutico y muy bueno.