mar adentro

Tres días con Mario

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Veintiséis años atrás, durante tres días, conduje a Mario Benedetti por diversos paraderos de la provincia gaditana a bordo de un dos caballos manifiestamente mejorable. Por aquel entonces, ya me parecía un señor mayor y sólo tenía algo así como catorce años más de los años que yo tengo ahora. En rigor, yo ya le conocía: con sus poemas, había aprendido que el vos no era sólo una fórmula de respeto sino de ternura. Lo supimos ya en aquel tiempo turbio que mediaba entre la agonía de la dictadura y el alba de la democracia, cuando no sólo había dolor sino esperanza por las calles de este país, y bajo las balas de goma todavía cupo un instante fugaz para breves idilios, al compás de aquellos versos que dijeron «Si te quiero es porque sos/ mi amor, mi cómplice y todo/ y en la calle codo a codo/ somos mucho más que dos», quizá con la voz de pito-mezzosoprano de Nacha Guevara. Le recuerdo buscando una lentilla perdida como si fueran gnomos por el césped del hotel Guadacorte, en San Roque. O frente al farallón de Gibraltar, rodeado de misiles, de imperios en conflicto y de humaredas industriales, como si estuviera a punto de que Serrat nos cantase a ambos al oído aquello de que «con su ritual de acero/sus grandes chimeneas/ sus sabios clandestinos/su canto de sirenas/sus cielos de neón/sus ventas navideñas/su culto de dios padre/y de las charreteras/con sus llaves del reino/el norte es el que ordena/pero aquí abajo abajo/el hambre disponible/recurre al fruto amargo/de lo que otros deciden/mientras el tiempo pasa/y pasan los desfiles/y se hacen otras cosas/que el norte no prohíbe/con su esperanza dura/el sur también existe».

Evoco todavía su figura menuda, con su bigotillo cómplice como de bandeonista de tango libertario, intentando atrapar un tren imposible por los andenes de Algeciras. O sus soledades de Babel anticipadas en Cádiz por la RevistAtlántica de José Ramón Ripoll y de Jesús Fernández Palacios. Iba y venía al Jerez de su apreciado Miguel Ramos y no sólo se negaba a hablar mal de la revolución cubana sino simplemente a hablar para aquellos medios de comunicación que pretendieran tumbarla. En aquel tiempo, todo era más claro o era más turbio. Una raya o un muro separaban, a veces, dos formas de intolerancia. Él venía huyendo de su paisito, aquel Uruguay que también guareció al exilio de Rafael Alberti y en cuya fundación portuense también paseó su porte de hombre que miraba más allá de sus narices. Y es que la vida se había convertido allí en un juego siniestro; que él había jugado por ejemplo a los ladrones y los ladrones eran policías. Y jugaban por ejemplo a la escondida y si les descubrían les mataban. Así que él y otros muchos, como Quintín Cabrera –otro uruguayo, cantautor jocoso, que acaba de espicharla–, pronto aprendiesen la vieja lección de los calabozos, que «una cosa es morirse de dolor/y otra cosa es morirse de vergüenza». Mario Benedetti se ha muerto de dignidad, aunque sus compañeros sabemos que podemos seguir contando con él. Desde hace mucho, venía componiendo el perfil de torero antiguo, no para matar sino para vivir a portagayola, sobreviviendo en un planeta al que definitivamente gobernaban los formales bajo el frío de la crisis, mientras que habría que seguir preguntando a ministros y banqueros «usted, ¿de qué se ríe?». Lo cierto es que treinta años atrás, Mario Benedetti ya formaba parte de nuestra banda sonora sentimental. Era una leyenda y llevaba en sus palabras una justa carga de compromiso y de belleza, mucho mayor de la que yo seré capaz de urdir en vida, incluso si algún día llego a esa edad suya en que la muerte ya no nos pilla por sorpresa.