Sociedad

La naturalidad y la elegancia del más puro toreo añejo en Zahara

Cartel de «no hay billetes» en el Festival taurino en homenaje a Paquirri Doce orejas y cinco rabos se cortaron en un festejo que tuvo récord de asistencia

| ZAHARA Actualizado: Guardar
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Ayer, 5 de abril de 2009, Francisco Rivera Paquirri hubiera celebrado su sesenta y un cumpleaños. Pero Avispado, en aquella aciaga tarde de Pozoblanco, le segó la vida cuando alcanzaba la etapa más álgida de su carrera profesional. Veinticinco temporadas se cumplen de tan inesperada tragedia pero el recuerdo de la malograda figura del toreo sigue vivo entre los aficionados. Así se demostró en el Festival celebrado en su honor en Zahara de los Atunes, su localidad natal. Un público animoso y entrgado cubrió en su totalidad los tendidos de la plaza portátil, hasta el punto de colgarse en taquillas el inusual cartel de «no hay billetes».

Espectadores que se vieron recompensados con un espectáculo ameno e interesante y en el que hasta pudieron rememorar vivencias pasadas cuando José Rivera «Riverita», hermano de Paquirri, reaparecía para ocasión tan especial ante sus paisanos. A pesar de sus sesenta y cinco años, se erigió en el protagonista de lo más destacado del festejo cuando movió los brazos con donosura y majezala capa para torear a la verónica. Capote que lucían unos personalísimos y románticos flecos en la esclavina que parecían retrotaer a otros tiempos, a una tauromaquia de tintes añejos y olvidados. Y eso fue lo que sucedió: con sólo cuatro lances de su singular capa, asentada la planta y erguida la figura, consiguió abrasar los tendidos bajo la hoguera estética de su frescura torera. Chispazo de torería antigua, sin más aderezo que la tensión inherente de la más genuina naturalidad.

Después, el animal desarrolló una embestida corta y por momentos, incierta, ante la que el veterano matador se fajó con decisión y hasta aguantó miradas y coladas. El trasteo de muleta resultó, pues, breve y sólo encontró el lucimiento con algunos destellos aislados. Pero poco importaba eso. Porque la plaza estaba ya impregnada con el aroma de un toreo auténtico y bello, recargado de viejas elegancias.

Leonardo Hernández firmó un felíz prólogo ecuestre al festejo tras aprovechar la pausada y noble acometida de su enemigo y conectar con facilidad con la concurrencia. Prendió dos rejones de castigo de ortodoxa ejecución pero contrarios de reunión, para después lucirse en un brillante tercio de banderillas en el que destacaron los rehiletes clavados al estribo y en la suerte del violín. Un rejón de muerte caído y un descabello pie a tierra pusieron broche a su actuación.

Ponce y Canales

Pulcritud y temple, distancia justa y trazo limpio. Cualidades que Enrique Ponce despliega casi todas las tardes con la alquimia hipnótica de su prodigiosa muleta. Una óptima versión de ella se pudo contemplar ayer mientras embebía, doblegaba y alargaba la muy boyante y floja embestida de su oponente. Faena basada en el toreo en redondo con series ligadas y armónicas, en las que exprimió hasta la última acometida que le otorgó la res.

Tras un animoso y variado saludo capotero, Canales Rivera sometió la rebrincada embestida del noble ejemplar que le cupo en suerte. Esto le permitió mostrar a continuación un toreo valeroso y arrebatado que caló con prestancia en los espectadores. Una extraordinaria ejecución del volapié puso brillante colofón a su entregada actuación.

El quinto de la suelta resultó un novillo bravo, encastado, con más vibración y emoción en su comportamiento que el resto de sus hermanos. De repetidora embestida pero de mucha exigencia para el torero. Todo cuanto con él se hiciera, vendría revestido de interés. Pero allí estaba, ni más ni menos, que Morante de La Puebla, que ya se estiró con plasticidad y mando a la verónica y que a partir de la tercera tanda con la franela acertó con las distancias para así ligar muletazos con profundidad y limpieza. La faena adquirió entonces una dimensión de elevado tono estético, en la que Morante goteó la excelsitud de su particular tauromaquia, de inspirados chasquidos, de barroca ornamentación.

Cerró plaza el novel David Galván, que se encontró con un eral de extrema invalidez, que le impidió la ligazón por sus continuas claudicaciones. A pesar de ello, dejó constancia de su clase por la sobriedad demostrada en sus lances de recibo, en los que ganaba terreno con la pierna contraria adelantada, y en el trazo correcto de algunos muletazos.