Opinion

Después de las elecciones

Los resultados en Euskadi y en Galicia han evidenciado una extensión a su vertiente autonómica de la oleada bipartidista que redujo en las pasadas elecciones la representatividad de los partidos nacionalistas en las Cortes. La derrota en su intento de retener la Xunta gallega del PSdG y del Bloque y la configuración por primera vez en el País Vasco de una mayoría parlamentaria alternativa a la hegemonía del PNV han subrayado, pese al distinto significado que tienen los dos procesos electorales, los nuevos límites a los que se enfrentan las fuerzas nacionalistas en las comunidades en las que son relevantes políticamente. Límites que se hacen extensivos a la relación que mantienen con respecto a ellos los dos grandes partidos nacionales; y singularmente en este caso los socialistas, que han visto fracasar en las urnas su alianza con el BNG y que ahora afrontan la incierta configuración del Gobierno en Euskadi sabedores de que la posibilidad real de que Patxi López sea investido lehendakari con los votos de las fuerzas no nacionalistas está acompañada del riesgo de que el PNV retire su apoyo al Gobierno en el Congreso, comprometiendo su insuficiente mayoría. La inapelable victoria cosechada por el partido de Ibarretxe y Urkullu no es argumento suficiente para que los peneuvistas no encaren las consecuencias otra cara del resultado electoral, que no es otra que la imposibilidad matemática tanto de reeditar las alianzas que venían sosteniendo en precario el Gobierno vasco como de reproducir en la Cámara de Vitoria sus reivindicaciones soberanistas. Desde esta perspectiva, Patxi López está en su derecho e incluso en la obligación de concurrir a la sesión de investidura. Pero es también indudable que su aspiración hubiese sido más inapelable si se hubiera impuesto en la liza electoral o si su distancia con respecto a Ibarretxe hubiese sido menor.

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La complejidad del escenario vasco contrasta con el incontestable vuelco en Galicia, que consumó ayer la dimisión de Emilio Pérez Touriño como líder de los socialistas gallegos. La asunción de su responsabilidad en una derrota particularmente dolorosa dado que el bipartito apenas se ha sostenido una legislatura en el poder constituye una reacción acorde a la gravedad del fiasco, aunque no parece capaz de acallar por sí misma los ecos que la pérdida de la Xunta proyecta sobre la ejecutoria del conjunto del PSOE. La interpretación que el presidente Rodríguez Zapatero hizo ayer de los comicios en clave exclusivamente autonómica, desvinculando además sus resultados del eventual desgaste que pueda estar sufriendo su partido por efecto de la crisis económica, difícilmente logrará desmerecer tanto la victoria del PP en Galicia como el aguante exhibido en Euskadi y el fortalecimiento del liderazgo de Rajoy que comportan ambos resultados. Aunque sea prematuro calibrar su posible trascendencia más allá del apaciguamiento de las tensiones internas que parecen haber procurado en el seno de los populares.