Opinion

Víctimas y educación para la paz

Con su periodicidad anual, el 30 de enero, aniversario del asesinato de Gandhi, nos estimula a que actualicemos y avivemos nuestro compromiso por la paz, en sus diversas facetas y ámbitos. Uno de éstos, en el que me voy a centrar, es el educativo. Hay que seguir preguntándose, en efecto, cómo educar para la paz. La tesis que pretendo desarrollar es ésta: la fortaleza y autenticidad de esta educación se mide decisivamente por el hecho de centrarse en las víctimas.

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Para comprender el alcance de esta afirmación conviene distinguir tres modelos educativos para la paz, en función del lugar que ocupen las víctimas. En el primero de ellos, lo que focaliza los procesos formativos es la educación en actitudes de paz (tolerancia, empatía, respeto al diferente, diálogo, solidaridad, etcétera), con las que afrontar positivamente los conflictos. Se pretende de este modo potenciar personas pacíficas y pacificadoras, cultivando las disposiciones adecuadas, así como el conocimiento de los mecanismos generadores de violencia, para desmontarlos. Esto significa que el protagonismo decisivo está en quienes no son víctimas, para que no caigan en el ejercicio de la violencia y puedan ser agentes de paz.

En el segundo modelo, el énfasis educativo inicial se pone en los violentos y sus formas de violencia, evidentemente para lograr modos de confrontación con ellos orientados a que acaben su violencia y las victimaciones que produce. Esto supone que, ahora, las víctimas aparecen inmediatamente, que su presencia es ya expresa. Pero, hay que añadir, en su forma pasiva: ellas son las que reciben nuestra atención y nuestra acogida en cuanto que 'padecen' una violencia que queremos que cese.

El tercer modelo desarrolla la empatía en forma tal que la presencia de la víctima, supuestamente pasiva, es vista explícitamente como interpeladora de lo que debemos hacer; con lo cual, se reconoce ya en ella una especie de actividad indirecta. Pero no se contenta con esto, sino que se propone vertebrar todo el proceso educativo a partir de la presencia expresamente activa de las víctimas en él. En un modelo como éste las cuestiones de memoria y de justicia, que en los anteriores pueden diluirse desde la centralidad del futuro de paz, pasan a ser decisivas. Y la apertura a una posible reconciliación se muestra con todas sus dificultades, pero también con toda su densidad y autenticidad.

Ya se sabe que los modelos que se definen teóricamente, en la práctica nunca se realizan en su pureza. La realidad suele suponer mezclas diversas entre ellos, así como realizaciones parciales. La práctica educativa por la paz entre nosotros, aparte de ser escasa, ha privilegiado los dos primeros modelos y sólo excepcional y parcialmente se ha apuntado al tercero. Pues bien, lo que creo que se nos impone es reconducir esta situación para optar por el tercer modelo y, desde él, incluir todo lo positivo de los otros dos.

Para dar este paso, es importante que nos hagamos eco de las interpelaciones actuales que recibimos de las víctimas. Entre nosotros proceden decididamente de las víctimas del terrorismo, pero no son las únicas. Y así tenemos, por ejemplo, también entre las víctimas cercanas, a las que sufren la violencia de género, o el acoso escolar, o la discriminación como inmigrantes. No podemos dejar de escuchar su llamada, a veces no formalizada, a la presencia directa y activa, acomodada en sus formas a su situación y al contexto educativo, a fin de que sea totalmente positiva para ellas y para quienes se educan.

La presencia activa de las víctimas nos libra de una educación para la paz abstracta (riesgo del primer modelo) y paternalista (riesgo del segundo). Además realiza plenamente en lo que a ella concierne el deber de memoria y reconocimiento. Y, por último, queda potenciada como educación en el hecho de que son precisamente las víctimas las que permiten que alcancemos el verdadero saber sobre el mal, de modo que podamos reaccionar adecuadamente frente a él, racional, emocional y prácticamente.