LA HOJA ROJA

La edad de la inocencia

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Cuando en 1920 Edith Wharton escribe La edad de la inocencia no hace sino retratar de forma minuciosa la decadencia de la sociedad neoyorquina de principios del siglo XX. Y lo hace de la mejor manera posible, aplicando el principio de incertidumbre de Heisenberg -formulado algunos años más tarde- a la sociedad. Una incertidumbre por la que es completamente impredecible determinar la posición y el movimiento de una partícula. Que traducido resulta que cuando acorralan al toro más vale quitarse de en medio porque no sabemos para dónde irá la embestida. La novela, que describe de forma minuciosa los modos de seducción de la alta sociedad estadounidense en plena decadencia, describe también los métodos de rebeldía de la nueva sociedad que surge tras la transformación social a la que asiste el nuevo siglo. «En Nueva York casi todos estaban de acuerdo en que la condesa Olenska ya no era tan bella como antes», dice Wharton en su novela. Sin embargo, en el juego narrativo ningún personaje se atreverá a decirle a la condesa lo que ocurre más allá de la hermosura de sus salones, de sus centros de mesa o de los bailes que organiza para los más menesterosos, hasta que ella misma caiga en su trampa y se descubra ante los demás como la caricatura, el motivo de burla, en el que se ha convertido.

Es lo que los psicólogos llaman la pérdida de la inocencia, que -dicen ellos- ocurre alrededor de los diez años, cerrando así una etapa en la vida de los niños que es de obligado cumplimiento pasar cuanto antes. Más allá de esa edad, insisten los psicólogos, la inocencia se transforma en un estado mental que convierte al individuo en un ser sin voluntad racional, víctima de sus propias debilidades, al que le costará madurar y tomar decisiones durante toda su vida y que será fácilmente manipulable. Total, un rollo. Que espabilamos a los diez años o ya nos quedamos para siempre a merced de los ansiolíticos y de los políticos nefastos que decía Ramón J. Sender, contemporáneo de Wharton, por cierto. Que más vale decirle a los niños lo que hay en cuanto empiecen a tener sospechas -en mi casa, este año, las hemos tenido todas- porque luego nos vienen con los síndromes de Peter Pan y esas cosas, que en cualquier caso siempre serán mejor que un síndrome de Pluto de por vida, digo yo.

La mejor explicación del principio de incertidumbre del odioso Heisenberg la tenemos a la vuelta de la esquina. La capacidad de movimiento de una partícula puede pasar desapercibida, puede carecer de importancia en un momento determinado, pero es infinita, y su poder, ilimitado. En este caso se han cumplido los peores presagios de la psicología. Si a los diez años debíamos tener el suficiente criterio como para aparcar la inocencia, llevamos cuatro de retraso -sí, lo sé, en Andalucía llevamos quince años lo menos, y así nos va-.

Pero a veces la maduración viene de golpe -generalmente, de forma traumática- y entonces las partículas comienzan a moverse, terminan por agruparse y el principio este de la incertidumbre pone de manifiesto que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista. Y empieza el principio del fin. Este año, ya lo saben, las partículas han estado especialmente revueltas. No volveré a insistir en el lo de los quioscos ni en los trescientos concentrados en la plaza de Santa María del Mar. Porque hay signos de decadencia que son mucho más evidentes. Los empresarios gaditanos apoyan sin condiciones el Marco Estratégico de Desarrollo Económico y Turístico de Cádiz -que todo eso quiere decir el Medet- y lo apoyan porque creen en su inocencia que el turismo, el comercio y la hostelería son, como afirmaba el presidente de Cádiz Centro Club de Calidad «las tres bazas importantes para el desarrollo de Cádiz, ya que se han perdido otros tipos de industrias». Hay que competir «para quedarnos con los turistas que haya en 2009», dice el representante de los empresarios del Pópulo.

Claro, porque podemos ofrecer a los turistas una imagen estupenda de la ciudad si seguimos por este camino. Escuchen a algún taxista -que ya saben ustedes que los taxistas son la avanzadilla ideológica de ésta y de cualquier ciudad- hablar del alumbrado de la Avenida. Lo más suave que le dirán es que parece el frontal de un palio de Semana Santa, aunque no hace falta ser taxista para decirlo. Las calles han estado iluminadas a ratos, unas veces más, otras menos. La plaza de San Antonio convertida en la lonja, con el suelo permanentemente mojado a riesgo de resbalones, llena de trastos inservibles -¿tienen ustedes una imagen mejor de lo que es la decadencia que esa pista de patinaje?- y con un nuevo edificio municipal que bien podrían convertir en museo de cera -es una opción ¿no?-. La plaza de San Juan de Dios -no tengo palabras para describirla, háganlo ustedes- Canalejas, la plaza de Mina Sí, la competición va a ser dura. A mediados de este mes hará escala en el puerto el trasatlántico Explorer o lo que es lo mismo, la prestigiosa Universidad flotante de Virginia. Cuatro días en los que los estudiantes americanos conocerán Granada, Sevilla, Córdoba, Jerez, Chiclana, los pueblos blancos cualquier cosa menos Cádiz, que ya debería tener prevista alguna oferta cultural si es que, como dicen, éste es nuestro futuro. Nos quedan tres años, y nuestra gallina -la del Bicentenario- de los huevos de oro aún no puesto ni uno de los que nos prometió.

Háganme un favor. Pídanle a estos Reyes Magos que nos vienen que seamos capaces de afrontar la situación, de aportar un juicio crítico del estado de nuestra ciudad sin acusaciones, sin crispaciones. Pídanle que se busquen soluciones a los problemas de esta ciudad más allá de las diferencias ¿ideológicas? de los partidos. Pídanle que de una vez, dejemos atrás la ingenuidad y la inocencia. Pero tengan cuidado, que detrás de la edad de la inocencia viene la edad del pavo. Y no sé yo que será peor.

yolandavallejo@telefonica.net