LA TRINCHERA

El arte de no mojarse

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Uno puede pasarse media vida sentado junto a un compañero de trabajo, intercambiando chascarrillos o balances, cuitas y faltas, penurias y alegrías, y no tener ni puñetera idea de lo que piensa, de lo que siente o de lo que opina. El apuro cotidiano, convertido en un acto más de la farsa, invita a la conversación superficial, al trato hueco, al diálogo vacío. Lo extraño del asunto es que esa eterna obra de teatro amenaza con extenderse a otras facetas de la vida. Los cómplices de juerga acaban siendo actores secundarios de tu propia fiesta, la familia se transmuta en un obligado complemento navideño, y los amigos ya no se cuentan ni con la mitad de la mitad de los dedos de una mano. Aquí hay mucha gente, como dice Fito, pero muy poquitas personas.

Ser abierto es sinónimo de ser débil o, lo que es peor, es lo mismo que ser un cochino exhibicionista. Si alguien te pregunta «¿Cómo estás?» y tú le contestas, muy rápido y sin respirar: «Estoy jodido. Me duelen los ojos, no llego a fin de mes, mi primo no me habla y el colchón que me compré en el 93 me está matando lenta pero eficazmente», lo más normal es que el tipo en cuestión se dé media vuelta y se largue murmurando que eres un penita de cojones. Yo el primero, que conste. Lo mejor para la salud humana es no comprometerse con el estado mental o anímico de nadie, que es una forma de egoísmo -una variante de cobardía- con infinitas posibilidades antropológicas y sociales. Ahora, por ejemplo, se llevan mucho los opinadores que no opinan, los articulistas que son incapaces de manifestar una sola idea comprometida, maestros del arte de escribir 150 líneas sin que un mínimo matiz ideólogico los delate. La fórmula de nadar y guardar la ropa pasa de la vida al papel y salta del papel a la vida con una facilidad pasmosa. Aunque ustedes no se lo crean, los que nunca les replican nada serán siempre sus peores enemigos. Es preferible un insulto sincero a una hipócrita sonrisa.