Editorial

Responsabilidad paquistaní

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as reiteradas declaraciones del presidente paquistaní, Alí Zardari, comprometiendo a su país en la lucha contra el terrorismo islamista y en la investigación del ataque múltiple de la pasada semana, no resultan suficientes para disipar las sospechas sobre la implicación de influyentes sectores de Pakistán en la preparación y dirección de tan premeditada y planificada masacre. La inestabilidad de un régimen democrático que depende de la anuencia del poder omnímodo del Ejército y que ha de rendir tributo a una preeminencia religiosa marcada por claras muestras de integrismo islamista, se vuelve más inquietante cuando su implantación no alcanza al conjunto del territorio nacional. En esas condiciones, la persistencia de tramas terroristas que pudieran estar protegidas e incluso instigadas desde los propios aparatos del Estado constituye un supuesto nada descabellado que amenaza el desarrollo de la lucha contra los talibanes y Al Qaeda en su frontera con Afganistán y la distensión que requerirían las relaciones entre dos países que poseen armas nucleares, como la propia Pakistán e India. El solapamiento del terrorismo o de parte de sus grupos bajo determinadas esferas de poder en Pakistán puede responder a una triple casuística: la coincidencia fundamentalista que elude desterrar el activismo yihadista, la necesidad de guardar los equilibrios derivados del peso del radicalismo islamista entre la población y el aprovechamiento del terror como instrumento para modular el pulso con India sobre la región en su conjunto. Pero sea cual sea la causa determinante, los países democráticos tienen la ineludible obligación de presionar a Pakistán para que asuma su parte de responsabilidad, que es notable, en el combate contra el terrorismo.