Cádiz

"Esta noche dormiré aquí, mañana quién sabe"

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Tras el primer golpe, sobre las ocho de la mañana, los antiguos muros de Viveros Cádiz se sacudieron una media docena de okupas. Martin Dimitrov, de nacionalidad búlgara, terminaba el bocadillo de chorizo que había preparado para desayunar. Amontonó sus pertenencias en un rincón del incipiente solar y marchó como cada día a vender chatarra.

Los técnicos de la empresa de recuperación de hierros y metales Hermanos Soto Labrador comenzaban los trabajos de demolición para la primera inspección del terreno, prevista para hoy, por parte de un equipo de peritos municipales.

La piqueta se abre a mediodía en un terreno enraizado de cables. Uno de los operarios explica que quienes vivían en este edficio abandonado "quitaron la instalación eléctrica para aprovechar el cobre y ganar algo de dinero".

Martin ha dejado un largo hilo metálico madejado en las ruedas de su carrito. Al lado, descansa una colcha blanca, cuidadosamente doblada en el interior de una gran bolsa, y una radio de doble pletina. Sobre un matorral siguen sucias dos sartenes en los que cocinó su cena de anteayer y una botella medio vacía de aceite de girasol refinado.

A media tarde, regresa para comprobar que nada queda en pie. Mira al cielo, cada vez más oscuro, se encoge de hombros y proclama: "Hoy me quedo aquí, mañana quién sabe". Tiene preparado unos cartones para que hagan de lecho. Encenderá una pequeña fogata con spirito –alcohol– y, nada más despertar, seguirá trabajando como hasta ahora.

Dimitrov ha vivido también en Rusia. Habla un español sencillo y educado. Asegura asombrarse "de ver a alguien zurdo". Ríe a carcajadas mientras tomo notas. Bromea una frase sí y otra también. Aunque, al mentar las razones que le trajeron a España, su tono se vuelve serio. "En Bulgaría ya no tengo nada...", asiente. Vendió su camión, después de 21 años como conductor y electricista profesional. Por menos dinero, cuenta, los mauritanos han ido copando puestos de trabajo en Bulgaria. Ante esta situación, decidió probar el sueño de la Europa del oeste. Aquí daría un nuevo viraje a su vida. "Y así fue, estoy solo", sentencia. Allá se quedaron sus hijos. "El chico tiene 21 años y trabaja como escultor", declara orgulloso, "vive con su abuela".

Con una sonrisa franca desdramatiza su situación. "Bueno, aquí en Cádiz también hay mucho paro, muy poco trabajo", recuerda. Lleva unos cuatro meses viviendo al raso. No le gustan los albergues. "Después de un par de días, vuelta a la calle otra vez", lamenta.

Llega un amigo. Martín lo saluda efusivamente. Es su único conocido en la ciudad. Viene desde San Fernando, donde vive con su familia, a traerle algo de ropa de abrigo. El desempleo lo ha llevado a buscar también chatarra. Entre ambos se pelean divertidos por unos marcos de aluminio.

Sus manos están hinchadas y sucias. De rebuscar entre escayola y hierro torcido. Dice que nunca las usaría para pedir limosna. "El dinero que venga, con la ayuda de Dios, debe ser a base de esfuerzo y trabajo".

Martin parece un señor. Aunque lleve una sudadera deportiva sobre una camisa a cuadros.