NADANDO CON CHOCOS

El encierro y el euskera

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Cuesta de Santo Domingo. En un precipicio de hombres sobre los corrales de los toros se mezclan respiraciones entrecortadas con latidos, tosidos secos y disimuladas palmadas en los hombros de los compañeros. Arremolinados sin rozarse en una peste de miedo, vino y colonia infantil, quietos, «solos en compañía de cientos», que dijo Gabriel Asenjo. Son las ocho menos cuarto de una de las ocho mañanas del escalofrío de julio. Quince minutos para el big bang. Una guiri saca una foto, su novio se queda dormido sobre la valla tras la que espera desde antes de la salida de ese sol que ciega sin calentar. Ladra un perro en un balcón, la de la Cruz Roja se calza los guantes de látex. Angustia de miradas al suelo, al cielo, al suelo y finalmente al cielo. Suben mucho los ojos antes del juego terrible del hombre contra la bestia, la cita con el Minotauro y las pesadillas. Los niños deben de estar restregándose el sueño de los ojos en el sofá de casa. Frío en la espalda. Las manos hormiguean cuando doblan el Diario de Navarra y las esperanzas estrangulan el tubo de escape del miedo. Se alzan las manos al aire. Suena una lejana campanada. «A San fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro, dándonos su bendición». Y otra vez, hasta tres como un reflejo grave ante la certeza posible de sueros, agujas y la luz abrasadora de una lámpara de quirófano, la barriga de una gigantesca nave nodriza de la muerte. Un minuto después, 2.000 almas logran vencerse a sí mismas y derrotar a sus propios miedos con un pañuelo rojo al cuello. Sencillo ¿no? Hasta ahora. El año que viene igual tienen que aprender una nueva letra. El Frente Popular de Judea ha tenido una idea y quieren que uno de los cánticos del «A San Fermín pedimos» suene en euskera. No saben que a esas horas el corazón de un hombre -con sus 210 plusaciones por minuto en parado- no está para normalizaciones linguïsticas.