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Cal disfruta de su segunda plata

Agranda su enorme palmarés con una nueva medalla, la cuarta en 4 finales olímpicas

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El resultado fue el mismo, una medalla de plata, pero David Cal no acabó esta vez tocado en su amor propio de gran campeón. El palista de Cangas de Morrazo reaccionó ante su segundo puesto en la prueba de 500 metros de canoa canadiense con una sonrisa sincera y un buen conformar que contrastó con la resignación mal disimulada del día anterior tras la prueba de 1.000 metros. «Me he visto bien y estoy contento. No tan contento como quisiera, pero contento. Esta prueba siempre es más abierta y Opalev se ha merecido el triunfo», reconoció.

La victoria del ruso, que partía como principal favorito por delante de Cal, no tuvo discusión. Ganó y lo hizo, además, en una carrera que reunió las condiciones perfectas para el español. Si el viernes el ligero viento de costado que se descorría por el canal de Shunyi provocó una carrera lenta que benefició al húngaro Attila Sandor Vadja, ayer no había viento. Los marcadores informaban de una brisa imperceptible del este de dos kilómetros por hora. La temperatura era de 33 grados y la humedad del 49 por ciento. Se daban, por tanto, las condiciones precisas para un carrera rápida, en torno al minuto y 47 segundos, uno de esos tiempos que es una frontera. Pocos lo alcanzan, ni siquiera en los entrenamientos. Maxim Opalev, David Cal y alguno más.

La cuestión, por tanto, era aguantar el ritmo del palista de Volvogrado, que estaba en Pekín con la misión de su vida: ser por fin campeón olímpico, el único título que le faltaba en su extraordinaria carrera deportiva. La prueba se inició a un ritmo fuerte por parte de los nueve finalistas. Los 500 metros son un sprint y no hay que dejarse nada dentro. De nuevo, como el día anterior le sucedió a Menkov, uno de los finalistas tenía demasiada prisa. Era el búlgaro Aliaksandr Zhukovski, que provocó una primera salida nula y en la segunda arrancó como un fueraborda. Al llegar a la mitad de carrera, sacaba más de un segundo a todos sus rivales. Desfondado en la recta final, quedaría quinto. Suele pasar.

Opalev y Cal se mantuvieron juntos durante más de la mitad de la prueba. En cierto modo, se estaban marcado, aunque, como suele decir el español, en las carreras uno apenas se fija en otro cosa que en la pista de agua que tiene por delante y en concentrarse en soltar el máximo número de paladas. Ello no impidió a Cal observar de reojo cómo su gran rival daba un fuerte arreón a partir de los 350 metros. Era el momento decisivo. Se estaba jugando el color de la medalla. El subcampeón olímpico de la distancia intentó seguir a Opalev, pero no pudo. «En ese momento, se me ha agarrotado el antebrazo. Ha sido más fuerte y se me ha escapado», explicó David Cal, que acabó la prueba derrengado. De hecho, estuvo a punto de vomitar y tuvo que sentarse bajo una sombrilla, con una toalla fresca sobre el cuello, para recuperar el color. Implacables con el protocolo -buenos son los chinos- dos miembros de la organización se lo llevaron a la fuerza a la ceremonia de entrega de medallas, que no podía sufrir el más mínimo retraso. No importaba que el dueño de la plata estuviera mareado y sofocando las arcadas tras un esfuerzo brutal.

Orgulloso

Suso Morlán no parecía preocupado por su pupilo. No es la primera vez que lo ve así, ni será la última. «Es el ácido láctico, nada que no se quite con una coca-cola y un poco de descanso», comentó el técnico gallego, antes de fundirse en un abrazo sincero con Máxim Opalev. El ruso estaba emocionado. Feliz, miraba al cielo dando las gracias. «Somos buenos amigos, tanto de Opalev como de Dittmer. Son grandes campeones. Es un tipo estupendo y se merecía un oro olímpico. La carrera ha sido perfecta para nosotros, pero él ha sido el mejor», reconocía Morlán, que se iba de los Juegos satisfecho y orgulloso. «Son los únicos que doblamos las dos pruebas con éxito. Cuatro finales olímpicas y cuatro medallas. No hay más que decir».