MAR DE LEVA

Flamenco y carnaval

Los caminos de la cultura, en Cádiz, son a veces tan subterráneos como las cuevas de María Moco, como ese dédalo de túneles que dicen que recorren el casco antiguo de una punta a otra y que se quisieron explotar como atracción turística, aunque no tengo muy claro si sigue adelante o no la cosa.

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A veces, lo estentóreo de algunas de nuestras manifestaciones no deja ver que hay otras en funcionamiento, tan gaditanas como la que más. Hemos reducido lo nuestro a un par de tópicos, y si bien en lo que se denomina la alta cultura parece más o menos aceptado que nadie es profeta en su tierra, y lo mismo ni falta que hace, en la cultura popular (para entendernos) seguimos teniendo manifestaciones validísimas a las que no se hace, me temo, demasiado caso ni demasiada publicidad. No todo tiene que ser poesía sublime, ni deporte de masas, ni carnaval.

Estoy hablando, fuera de pie porque de estas cosas, de flamenco (o al menos de baile flamenco) sabe mucho más Juanjo Téllez que yo. Como el que estos días pasados se ha estado ofreciendo desde el Centro de la Merced, uno de esos sitios privilegiados, en el emplazamiento justo y honorario, que me temo que muchos gaditanos y sobre todo la inmensa mayoría de los turistas no conocen siquiera. La idea de ofrecer, durante una semana, muestras flamencas, es buena y extensible a otros años. La de mostrar qué hacen las muchas academias de baile que hay repartidas por toda la ciudad y nuestros colegios, impagable.

Entra ahí la madre del cordero. Lo que vimos el miércoles pasado fue un espectáculo divertido, hermoso, sentido, ante un público entregado que estaba formado por padres, madres y abuelas de artistas. El aforo y la entrada gratuita quizá lo aconsejaban. Así, entre trajes de flor y palmas y torbellinos, el profano que firma ahí arribita comprendió que hay mucha gente, y sobre todo mucha gente joven, que dedica las horas libres de su tiempo a aprender unos pasos, unas posturas, la expresión de unos sentimientos. Como por desgracia nací con dos piernas izquierdas y de mi sentido de la coordinación se ríe hasta la wii-fit esa tan moderna que tienen mis hijos instalada en el salón de casa, mi asombro fue yendo in crescendo a medida que se sucedían los números y las dos horas de espectáculo se nos pasaban en un santiamén.

De las pequeñinas de apenas dos años a las bailaoras más mayores, sin embargo, me di cuenta de un detalle. Sólo bailaron dos hombres, dos muchachos, entre al menos medio centenar de muchachas. El resto de los grupos, quitando algún guitarrista, algún caja (¿se llaman así, cajas, como los del carnaval también?) y algún cantaor (que, curiosamente, cantó un tango carnavalesco aflamencado), está formado en exclusiva por chicas. Lo cual lleva, claro, a que en algún momento alguna de ellas tenga que bailar haciendo de hombre.

Lo pregunté, a la salida. ¿Por qué no bailan más hombres? Y la respuesta fue, claro, que ojalá lo supieran. La impresión que me dio es que tenemos acotadas con una línea invisible las dos muestras más populares e importantes de nuestro folclore: el baile flamenco para las mujeres y el carnaval para los hombres. Y si bien las féminas llevan años rompiendo las barreras y participando cada vez más en el carnaval (y ahí está, si no en los concursos, su participación en las chirigotas callejeras, siempre indispensable y cumpliendo con creces la cuota), me da que los mocitos de Cádiz siguen sin querer sacudirse de encima el síndrome de Billy Elliot.

La cultura del mundo se ha vuelto pop, o sea, trasnacional, y no es extraño ver a chavales bailando break-dance, tatuándose los solomillos, exigiendo parques donde hacer skating o murallas blancas que llenar de grafittis. Que los niños de Cádiz aprendan los rudimentos del baile flamenco no tiene por qué anular la modernidad de otras propuestas: estoy seguro de que las bailaoras y cantaoras que vimos el miércoles no escuchan sólo coplas de Estrellita Castro, y que no van a negar en ningún momento que les gusta también otra música y otros bailes. Potenciar los bailes del flamenco entre nuestros niños también entraría dentro de los proyectos de igualdad, y conseguiría que, de mayorcitos, no hicieran el ridículo como lo hacemos sus mayores cuando vamos de visita a alguna feria.