ANÁLISIS

El poder único

Hoy casi nadie lo recuerda, pero cuando José Luis Rodríguez Zapatero fue investido en 2000 secretario general del PSOE muchos se maliciaban que detrás de aquella candidatura victoriosa estaba el aliento de Felipe González. Apenas cuatro años después, Zapatero no sólo había logrado rescatar a los socialistas de un largo período de depresión al recuperar La Moncloa el 14-M, sino que González y otros históricos dirigentes del partido ni siquiera acudieron a la clausura del congreso en el que el reelegido jefe de filas logró un respaldo inédito para consumar su proyecto de renovación. Aquella constituyó una expresión muy gráfica de la inexorable voluntad de poder con la que el máximo responsable del PSOE iba a administrar un triunfo interno logrado a cobijo de las estructuras del partido -se curtió pronto en la convulsa organización de León y fue, con 26 años, el diputado nacional más joven-, pero liberado del lastre de los resabios del pasado, representados en la influencia de las baronías territoriales y las familias ideológicas.

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Zapatero ganó la secretaría general y la presidencia del Gobierno arropado por una corriente de coetáneos, la Nueva Vía, que hizo de la recuperación de la ilusión en las propias fuerzas el motor del cambio. Ocho años más tarde, Zapatero ha reeditado su jefatura con un respaldo aún más incontestable -un insólito 98,5% de los votos-, confirmando que no se ha resentido un ápice ni por las discrepancias que han podido suscitar algunas de sus iniciativas más cuestionables, ni por la revisión de los comportamientos intramuros, ni tan siquiera por el descontento de aquellos que habiéndole ayudado a alcanzar el liderazgo, han sido apartados del muy reducido núcleo de confianza que gestionará a partir de ahora. La trayectoria del presidente ofrece un fiel retrato de lo que significa ser un hombre de partido. Pero lo singular es que su férreo control del PSOE lo ha identificado hasta tal punto con su propia ejecutoria política que él encarna la compactación del poder como nunca lo hicieron sus predecesores; como si aunara en uno solo, tal y como se sonreía ayer un veterano militante, las facultades de Felipe y las de Guerra. La incógnita es si esta unidad resulta tan inquebrantable como para soportar tensiones sobrevenidas a las que Zapatero, bajo el paraguas de los éxitos electorales, aún no ha tenido que enfrentarse.