Francisco Álvarez en la residencia Matía Calvo, donde reside. / N. REINA
CÁDIZ

Creyente de la vida humana

Francisco es un hombre normal, dedicado a ayudar a los demás

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Con sus gestos sobrios y con sus pausadas palabras, Francisco Álvarez Mateo nos transmite un mensaje claro: que nos despojemos de las poses ridículas y de las fórmulas estereotipadas, que abandonemos esas posturas artificiales que, como máscaras inútiles, ocultan o disimulan nuestra radical pequeñez. Con sus actitudes discretas nos explica que hemos de desconfiar de los sermones grandilocuentes y que hemos de confiar en la bondad del Padre que habita esta tierra, que transita por nuestras las calles, que se aloja en nuestras casas y, sobre todo, que late en el fondo de nuestros corazones.

Paco -lento y pulcro- está convencido de que la misión de los creyentes es, simplemente, acompañar a los desvalidos. «Dejadme, por favor, -repite de vez en cuando- que sea un cura a mi estilo». Y es que él defiende ese modelo de sacerdote que, hombre normal, lee el Evangelio, está enraizado en su tierra y convive como el pueblo sencillo y con el pueblo sencillo.

Por eso se conforma con ser un servidor que cumple la gozosa tarea de invitar amablemente a los hombres y a las mujeres para que nos respetemos, nos comprendamos, nos ayudemos y nos queramos. Esperanzado creyente en los seres humanos, propone a sus acompañantes que, con templanza, con serenidad y con cariño, entablemos un diálogo abierto con todos los hombres de buena voluntad, pero, además. nos anima para que, silenciosamente, nos acerquemos y acompañemos, sobre todo, a los enfermos, a los ancianos y a los que sufren. Eso es lo que él hace en la residencia José Matía Calvo en la que vive. Él sabe muy bien que, bajo las apariencias corporales, laten unos sentimientos muy hondos y, además, está convencido de que, aunque a simple vista no lo percibamos, existe un más allá que está ahí, muy cerca de nosotros.

El dolor

Paco conoce que una de las herramientas más potentes para alcanzar la paz personal y colectiva es la oración sencilla. Recuerdo cuando, con cierto tono de tristeza, me comentó hace ya varios años su preocupación por el inútil esfuerzo que hacen algunos por convertir la fe en una teología y la teología en un conjunto de palabras confusas y absurdas, ajenas a los problemas y a los sufrimientos, y alejadas de las sensaciones y de los sentimientos que experimentamos cada día. Su mirada desde la debilidad le obliga a un ejercicio de lucidez desgarrador porque, cuando contempla a los seres humanos que están situados en la sombra inquietante del sufrimiento, en la línea imperceptible que separa la vida de la muerte, su visión no puede sostenerse en el vacío sino que busca una guía luminosa que le proporcione algún sentido, sobre todo, en estos tiempos de tribulación en los que, febril y enloquecidamente, voces interesadas o desaprensivas nos empujan desde fuera para que huyamos hacia delante con el riesgo de precipitarnos en la autodestrucción.