LECHE PICÓN

La soledad

Estamos de males. Mi mujer lleva casi tres semanas ingresada en el Hospital de nuestra Ciudad por una mala neumonía. Han sido, como pueden suponer, muchos días y muchos momentos para pensar y reflexionar en muchas cosas. Por ejemplo, en lo que significa una esposa, una madre, en lo que es su ausencia, en cómo la vida se te viene encima como una losa quintaleña. También, en la eficacia de la sanidad pública -tan denostada tantas veces, y tan injustamente- y en esos médicos, enfermeras y auxiliares que son todo un ejemplo de abnegación, de entrega, de vocación y de humanidad. No voy a citar a ninguno de ellos por temor a los olvidos, pero desde esta gacetilla quiero enviar a todos ellos mi agradecimiento y el testimonio de mi deuda.

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Es en momentos como los vividos cuando se aprecia, además, el valor de la familia y de la amistad. Han sido centenares de horas las discurridas entre UCI y planta y casi en ningún momento he estado solo: hermanos, padres, parientes, compañeros, amigos...han sido todos una piña prodigando ánimos y compañas.

Y al hilo de esto que les cuento, quiero narrarles un suceso acaecido en esos momentos hospitalarios. Me hallaba en la puerta del centro fumando el enésimo cigarrillo del día -uno, que no aprende, a pesar de lo que ve y oye-, contemplando el trajín de pacientes, visitantes y profesionales. Es en ese instante cuando observo que las puertas del Hospital se abren. Sale por ellas una joven, poco más que una niña, guapa y morena, de ni tan siquiera veinte años. En su brazo derecho, arrebujado en una manta oscura, lleva un bebé recién nacido; en la mano izquierda carga dos bolsas de plástico con sus efectos personales. Baja la escalera a duras penas, como si los dolores del reciente parto aún hurgaran sus entrañas. Y va sola. Nadie la acompaña. Y apenas puede con las bolsas que carga. En sus ojos grandes hay un barniz de tristeza, de miedo, de dolor, de incertidumbre. Mira a su hijo, sonríe entonces brevemente y lo arropa del levante que brama. Me quedo, más que sorprendido, conmovido, turbado, estremecido: no puedo comprender que esa niña recién parida camine sola, con su hijo a cuestas, por las escaleras del Hospital. Pienso en ayudarla, en hacer algo, pero me quedo paralizado, observándola. Continúa caminando, cruza la carretera, alcanza la acera opuesta y se dirige hacia la izquierda. Derramo la vista por las cercanías en la esperanza de que haya alguien esperándola: un novio, un marido, el padre de su hijo, una hermana, una madre... Pero no hay nadie. Nadie. Nunca esa palabra -nadie- me supo tan dolorosa. La niña sigue caminando, alcanza la parada del autobús y se sienta, con esfuerzo, en el banco, a la espera del tranvía. Llega el autobús a los pocos minutos y esa joven se monta en él. A través de la ventanilla la observo andar por el interior del autobús, buscar un asiento, dejar las bolsas en el suelo, sentarse, fruncir los labios en un gesto de dolor y hacerle una caricia al recién nacido que lleva entre sus brazos. El autobús, al poco, arranca y desaparece. Me quedo pensando: ¿a dónde irá? ¿qué habrá hecho para no tener siquiera la compaña de una amiga? ¿desde cuándo parir es un pecado? ¿le compensará su hijo o su hija de tanta angustia? ¿adónde vamos, Dios, adónde vamos? ¿a dónde va este mundo que permite que esa niña recién parida camine sola?

Esto que les cuento es rigurosamente cierto. Y aún tengo a esa niña, a su gesto vacilante, a su mirada profunda y triste, clavados en mi retina. Y cada vez que veo un autobús me detengo a observarlo, como si en él viajara aún esa jovencita recién parida, ansiando encontrarla para decirle una palabra amable o regalarle un sonajero para su hijo. Mas nunca está. Y sólo desde entonces, y no antes, sé lo mucho que la vida me ha dado. Y sólo desde entonces, y no antes, sé lo que significa la palabra soledad.