TOROS

De una verdad escalofriante

El toro de Victorino que cerró San Isidro fue soberbio. Degollado y en tipo, postura de bravo y, sobre todas las cosas, un toro de armadura colosal. Muy apaisado de pitones, descarado, cornalón, vuelto y paso. Una percha descomunal que llenaba la plaza. Hay toros que cortan la respiración. Este mismo, que fue, además, bravo en el recto sentido. Con la movilidad y la bélica prontitud tan distintivas del toro de Victorino. Con un punto de agresividad llamativo. Nobleza fiera, digamos. Entrega sin reservas.

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A todo eso junto hizo frente El Cid con consumada entereza y sin más armas que las legales: la muleta, los brazos, las muñecas, la cintura y, cuando no hubo otra, los pies también. El trabajo de El Cid tuvo ribetes de gesta. Primero, por irse a los medios tan sólo después de haber catado tres sorbos de toro en las rayas; luego, por descararse con peculiar intuición y colocación de torero sabio; y, naturalmente, por su encaje, que es el valor. Nadie se explica cómo podía caber en la muleta tanta cara de toro. El Cid le adivinó se diría que todos los viajes. Aunque no pudiera gobernarlos todos. Entre otras cosas, porque poco después de arrancar el baile, se hizo palmario que al toro le faltaba castigo de varas. La incógnita queda. Por la mano izquierda el toro humilló y descolgó con cierta calidad pero nerviosa velocidad; por la derecha, se desataba con violencia y. sin ser toro de revolverse. Toda la faena se puso en el platillo de la plaza. Por tanto, de intensidad extraordinaria. Eso contó por encima del remate de este o aquel muletazo. De una verdad escalofriante.

Sin red trabajó El Cid, que se atrevió incluso por donde el toro se lanzaba en desordenada tromba: la diestra. Salpicada por alguna censura menor y suelta, tan de Madrid y en día de gala, la faena se siguió con un silencio cautivador, que sólo se rompió en los trances en que cumplió jalear. El primer toro de lote le había pegado a El Cid una patada en el tobillo. No importó. Había ambiente de dos orejas muy de San Isidro, pero El Cid decidió cuadrar al toro en los medios dándole salida a la querencia. Brillante la idea. Se quedó en idea. Un pinchazo. Un aviso. Trataron de cerrar al toro al tercio. Se empeñó El Cid en volver a atacar en los medios. Estocada defectuosa, muy tendida. Y un borrón: se empeñó un banderillero en llevarse a punta de capote al toro a morir a tablas. Único desdoro del gesto de El Cid, que fue gran broche de San Isidro.

El Cid y la corrida de Victorino, que fue de categoría. De diversas líneas los tres primeros, que tuvieron en común viveza y movilidad. Nobles, salieron los tres de buen manejo. Con el motor caladito, el primero no dejó que Ferrera le bajara engaños, porque se le iban las manos y claudicaba. El segundo echó más de una vez arriba la cara. No dejó de embestir ninguno de los dos. El tercero, cabezón, bizco, de caja grande, y como pariente lejano de la familia, fue toro lidiado peor que mal, pero El Cid, sin previa prueba, se abrió con él a larga distancia. Buena la mano derecha; algo aviesa la izquierda. No hubo remate con la espada.

De tremenda artillería los tres últimos. No sólo el sexto. El cuarto, el toro que más miedo daba. Y el quinto. Veletos y pasos los dos. El cuarto, buscón y revoltoso, fue el más complicado. Antonio Ferrera se entregó con él, le buscó las vueltas, le pegó algún muletazo fantástico y, sobre todo, le ganó la partida. Y tres pares de banderillas de monumental valor. Como la gente estaba sólo para El Cid, no hubo para Ferrera mayor reconocimiento. Chaves estuvo sereno en los dos turnos.