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El PP y la ruptura de los ciclos

Uno de los análisis recientes más certeros que han tratado de explicar las últimas vicisitudes políticas en el marco de las sucesivas alternancias se relaciona con los ciclos políticos. Según el referido estudio, la derrota del PSOE en 1996, por unos pocos centenares de miles de votos, no se debió tanto a los graves episodios de corrupción cuanto a la evidencia de que la cúpula dirigente, encabezada por Felipe González, había agotado su proyecto político. Tras los casi catorce años de poder, aquel proceso ilusionante había declinado.

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Eso fue bien entendido por los ciudadanos, que a regañadientes optaron por el cambio, que es siempre un salto en el vacío, en el 96. Y la experiencia fue positiva. Aznar y los suyos, más jóvenes que sus predecesores, llegaron vitales y bien organizados e introdujeron vectores neoliberales a un sistema que se había anquilosado con el paso del tiempo y que tardaba en aclimatarse a la ortodoxia neocapitalista. Tardíamente, Solbes había marcado las pautas y Rato las implementó con empuje, solvencia y claridad de ideas. España recuperó el pulso y el paso, ingresó en la Eurozona y emprendió una magnífica senda de crecimiento y prosperidad. Y ello en un clima político respirable gracias a la necesaria simbiosis entre el PP y CiU, muy difícil de lograr pero notablemente funcional cuando se consiguió.

La sociedad percibió con su habitual refinamiento aquel esfuerzo productivo y en el 2000 revalidó la gestión gubernamental del PP otorgándole una holgada mayoría absoluta. Aznar había formulado la promesa solemne de no presentarse más a las elecciones, y aquella represión personal estuvo probablemente en el origen de un desfondamiento incomprensible del personaje que generó una grave irritación contra los alardes arrogantes, casi de iluminado, con que comenzó a desoír la voz de la ciudadanía, esencialmente en la delicada cuestión de Irak, en sus planteamientos sobre el Estado de las Autonomías y en sus relaciones con las minorías nacionalistas. Valiéndose de su autoridad exorbitante e incontestada, designó arbitrariamente a Rajoy como sucesor -cuando la persona idónea era Rato- y dio por hecho que su proyecto político tendría continuidad después del 14-M. Y sucedió lo que sucedió: el drama del 11-M reafirmó definitivamente una exasperación de la sociedad civil que ya estaba muy larvada y que aparecía cada vez más en las encuestas.

El PP, lógicamente desconcertado, interpretó erróneamente desde el primer momento lo ocurrido. Rajoy y los suyos creyeron que el proyecto de Aznar, circunstancialmente arrumbado, no estaba ni mucho concluido; que la victoria del PSOE había sido simplemente un accidente. Y que bastaría con esperar pacientemente cuatro años para recoger el poder que les fue negado en 2004. En este cuatrienio, el PP no aportó una sola idea a la vida pública: todo fue crispación, enemistad.

Y en este punto se cruzaron los ciclos: el pasado 9 de marzo del 2004 se constató que el que Aznar había iniciado (en 1996-2000) y arruinado (2000-2004) había desaparecido del universo político. No había proyecto, ni mensaje ni equipo. Y, en cambio, la ciudadanía creyó oportuno permitir a Rodríguez Zapatero que se sedimentase al menos durante un cuatrienio más su propio ciclo. Ante tan rotunda evidencia, el PP, que ha visto como naufragaban sus tesis, se ha quedado desarbolado y sin saber qué hacer. Con una renovación generacional pendiente, un Gobierno asentado y maduro enfrente y una gravísima desorientación de quienes tendrán que tomar las decisiones. No le será fácil salir del atolladero.