Opinion

Inteligencia con corazón

Aunque cada vez se habla más de inteligencia emocional -especialmente a partir de los tan popularizados libros de Daniel Goleman-, todavía tendemos a considerar que se trata de un imposible. La emoción, decimos para nuestros adentros, camina por un lado y la razón por otro. Lo expresó de otra manera el filósofo Pascal: «El corazón tiene razones que la razón ignora». Las emociones son necias por naturaleza, pues tienden a ofuscarnos, a hacernos percibir la realidad de forma errónea, a idealizar si son positivas o a oscurecer si son negativas. Cuando una persona se deja llevar por la ira pierde los estribos, es decir, la capacidad de discernir y decidir con lucidez el camino que debe tomar, pero también los enamorados sucumben a ese tierno embobamiento tan característico de su estado. ¿Inteligencia emocional? Un oxímoron, sin duda. Una contradicción en los términos. Otra cosa es que las emociones puedan reportarnos ocasionales beneficios, pero no porque vayan aliadas con la reflexión, sino por el potencial de felicidad que en ocasiones encierran.

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De hecho, cuando Goleman y sus seguidores hablan de inteligencia emocional no se refieren precisamente a la existencia de un componente lógico o racional en las emociones, sino al modo en que la inteligencia puede gestionar las emociones para sacar provecho de ellas o precaverse ante sus excesos. Se trata de usar la inteligencia dirigida al control de las emociones, pero no de admitir la parte inteligente de éstas.

No tan estúpidas

Sin embargo, recientemente han surgido estudios en el campo de las ciencias de la mente que ponen en tela de juicio la naturaleza exclusivamente irracional de las emociones. En un trabajo que vio la luz en 2007, el filósofo Robert C. Solomon (Ética emocional. Una teoría de los sentimentos, ed. Paidós) derribaba algunos de los mitos que han acompañado tradicionalmente la idea de emoción, y entre ellos el de que «las emociones son estúpidas» porque carecen de inteligencia. Es cierto que a veces las emociones están totalmente desencaminadas, admite Solomon; pero eso no se debe a que carezcan de inteligencia, sino a que operan sobre la base de informaciones erróneas. Si un jefe estresado se enfada con su secretaria porque no encuentra unos papeles y cree que ella es la culpable de la pérdida cuando en realidad él los ha guardado en una carpeta sin darse cuenta, comete una indudable equivocación. Pero no se equivoca al enfadarse, sino al orientar su enojo en una dirección falsa. El hecho de haberse irritado ya supone un punto de inteligencia, pues significa que ha habido una evaluación de la situación con la consiguiente respuesta. No ha sido un impulso ciego y arbitrario, ajeno a la realidad (en tal caso la emoción de la ira sí carecería de inteligencia), sino una reacción lógica y fundamentada.

De manera que la emoción no siempre es aquella «caída brusca de la conciencia en el terreno de lo mágico» de la que hablaba Sartre, sino el resultado de una capacidad (innata o adquirida) que va asociada a la inteligencia. Es algo que ya entendió Nietzsche cuando admitía que toda pasión «comporta su parte de razón». Y es que las emociones intervienen muy activamente en procesos intelectuales relacionados con la imaginación y la memoria, con la observación y con la toma de decisiones. Pensemos, por ejemplo, en los estados de tristeza. Es posible que, dominados por esa emoción negativa, no alcancemos a ver el lado favorable de las cosas. Pero al mismo tiempo sabemos que la tristeza nos vuelve más reconcentrados, nos hace percibir detalles y aspectos de la realidad que en otras circunstancias nos pasarían inadvertidos. Y lo mismo, pero a la inversa, podría decirse de su emoción opuesta, la alegría. En esta misma línea, el neurólogo Antonio Damasio ha demostrado que las personas con déficits emocionales profundos derivados de lesiones cerebrales encuentran grandes dificultades para tomar decisiones racionales, aunque conserven intactas sus facultades cognitivas.

Sentimientos opuestos

Si nuestras emociones acostumbran a causarnos confusión, a engañarnos o a bloquearnos el pensamiento ¯es decir, a atontarnos¯ ello es debido a que muchas veces se presentan con una intensidad arrolladora, pero no a que carezcan de inteligencia. Por eso, más allá del simple control de las emociones que propone Goleman, es preciso comprenderlas. No es sencillo. Todos tenemos la experiencia de esos estados de ánimo que llamamos emociones encontradas donde no solamente nos cuesta separar las emociones una de otra, sino que ni siquiera sabemos identificar de qué emociones se trata. Un ejemplo sencillo: un premio obtenido por un colega que además es buen amigo. ¿Hasta dónde sentimos alegría, hasta dónde envidia, celos, resentimiento difuso y seguramente unas cuantas emociones más?

Un buen entrenamiento en inteligencia emocional debiera tener en cuenta, por tanto, la necesidad de comprender, reconocer e identificar lo más claramente posible la naturaleza de nuestras emociones. A partir de ahí vendría ya el trabajo de separar aquellas que nos ayudan a evaluar el mundo y a generar conductas de respuesta útiles de aquellas otras que producen efectos más perturbadores y poco inteligentes. Ahora bien, ¿estamos capacitados para ello? Seguramente no. Tal vez ése sea el precio de ser humanos, es decir, de ser animales racionales, sociales e inteligentes -como dijo Aristóteles-... pero también emocionales.