MAR DE LEVA

Primarias

Nuestra democracia ya no es aquella ilusión bisoña de hace treinta años, pero sigue arrastrando resabios de inexperiencia y atavismos de caudillaje que no sé si nos convienen a todos, en tanto que todos formamos parte de ella; quienes votamos a un partido y quienes votamos a otro; quienes son afiliados de cuota, simples simpatizantes, votantes ocasionales y, por qué no, quienes se sitúan en el lado opuesto del espectro político.

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«Nada hay más parecido a una batalla ganada que una batalla perdida», dijo Wellington, imagino que refiriéndose al recuento de las bajas en un bando u otro. Pero la política, aunque lo parezca, no es la guerra, y en los países democráticos existe la ley, quizá no escrita, de que quien pierde las elecciones, no importa por qué margen, está condenado a dejar el sitio o enfrentarse una larga travesía por el desierto de la que sólo se podrá emerger con un lavado de cara y de nombres.

A nuestra democracia, y no me refiero sólo al revuelto gallinero en que se ha convertido el Partido Popular, le hace falta mucha más transparencia y menos miedo al debate. Las ansiadas listas abiertas tendrían que iniciarse desde abajo. El síndrome del ordeno y mando, tan dado a aceptar como ley la palabra del líder (al menos mientras el líder tenga poder y, por tanto, capacidad de otorgar prebendas) en el fondo no hace sino distinguir, dentro de los partidos, dos o tres subclases sociales: el aparato directivo, los militantes activos, la base. Y por desgracia la base suele ser muda, aparte de, en demasiadas ocasiones, sorda y ciega. Ningún partido político debería ser una secta.

La democracia tendríamos que vertebrarla de abajo a arriba, como tantas cosas, lo que no significa precisamente que volvamos a los tiempos de las asambleas universitarias. Es normal que los partidos tengan facciones, y también es normal que existan partidos de corte artificial (el Partido Popular o Izquierda Unida son buena prueba de ello) donde se amalgamen tendencias que en otros países ocuparían incluso diferentes bancadas. Lo que no es normal es esa especie de miedo patológico que parecen tener casi todos a dejar hablar a las bases, que siempre están, por pura lógica, más en contacto con el día a día y con lo que se vive en la calle: un político de altura no tiene por qué saber lo que vale un café, como quedó demostrado hace unos meses; un militante de base sí que lo sabe, y su opinión debería contar mucho más de lo que cuenta.

Esas facciones, no obstante, y visto lo visto, andan jugando al desencuentro continuado. Ya hemos conocido, a lo largo de los años, los tiras, afloras, reflotaciones, cambios de nomenclatura del andalucismo hoy tan residual. La oposición popular parece empeñada estas últimas semanas en ser oposición de sí misma, descuidando en buena parte, o esa impresión transmiten, su misión de control del ejecutivo. Aguirre y Rajoy amagan y atacan, para dar un paso atrás y seguir con su minué. Sus respectivos adláteres echan leña al fuego o los rectifican o ratifican. De las catacumbas vuelven políticos quemados con ínfulas de salvadores (Alvarez Cascos y también, sapristi, Julio Anguita), mientras que el recambio del recambio (pero menos) es una señora marquesa que encima es aún mayor (en edad, y posiblemente en ideas) que un hombre que aspira a gobernar dentro de cuatro años y para, al menos, otros cuatro.

Todo esto nos demuestra que nuestra clase política está más acostumbrada a manejar la victoria que la derrota. Cosa lógica, porque son pocos los que reconocen, después de unas elecciones, haber perdido aunque sea un diputado.

No es malo buscar recambios: es necesario para la higiene democrática. Y al hacerlo no debe írsele a nadie la fuerza por la boca. Tantas veces hemos comparado nuestra política con el fútbol que me extraña que nadie haya hecho ahora el símil: cuando un equipo va mal, tenga culpa o no, quien coge la puerta es el entrenador. Es lo que pasa en democracia (¿Alguien recuerda ya los nombres de quienes se opusieron a McCain hace tan sólo unos meses?). Un cambio de entrenador y el club sigue adelante, o no se cambia pero se refuerzan otras líneas de actuación, pero siempre después de un análisis. Lo mismo en política, sólo que la decisión no deberían de tomarla solamente los consejos de administración de la cosa.