MAR DE LEVA

Mucho por andar

No se había visto otra igual en la historia. Lo de las ministras, quiero decir. No que sean nueve, una más que los hombres, por primera vez en el mundo, quizá, desde que las sociedades primitivas olvidaron el matriarcado a cambio de la que desde entonces nos ha caído encima. Me refiero a la reacción a su presencia. Vaya tela. Una, puesta a caldo por estar embarazada. La otra, por ser joven. La otra por delgada. Ninguno ha tenido la desfachatez, todavía, de acusar que alguna es fea.

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De vergüenza, la reacción de muchos plumillas, acá y allá, bajando a la arena de lo zafio, de la conversación entre amigotes con dos copas de manzanilla en lo alto y el propio desván descuidado con la esposa en casa con la pata quebrá. Esos que se dicen liberales y que en realidad se ocultan tras un concepto hermoso que desvirtúan a cada palabra que escriben o cada rebuzno que ladran y que son ni más ni menos que lo contrario al liberalismo histórico: la reacción más chusca, los cantamañanas del absolutismo, los que siempre han dicho no a todos y creen que tendríamos que seguir viviendo como en tiempos de Felipe II (donde lo mismo habrían anhelado a los Reyes Católicos). Los mismos que hace cien años, posiblemente, habrían puesto el grito en el cielo porque emanciparon a los negros, o los dejaron estudiar y hasta votar. Los mismos que hace cincuenta y pico se habrían negado escandalizados, o con la misma sonrisita condescendiente de ahora, a que las mujeres (cabecitas locas, ellas) pudieran ejercer sus derechos igual que los hombres. No quiero ni imaginar el soponcio que le va a dar a más de uno, entre botos camperos, gomina y campos de golf, cuando algún día tengamos un ministro negro, o musulmán, o budista. Y no me lo quiero ni imaginar porque sé perfectamente cuál va a ser su reacción: la misma que ahora. La descalificación. El chiste grueso. La pachanga.

Quizá ya sea hora de que tengamos a una mujer y madre dirigiendo un ministerio dominado mayoritariamente por el sector masculino, porque en el mundo de hoy los ejércitos deberían estar para defender y no para atacar y es bueno tener en cuenta otros puntos de vista en ecuaciones que reducen las vidas a simples números. Y, desde luego, no vale descalificar así de sopetón a nadie porque sea demasiado joven (¿se puede ser demasiado joven?) o no se tenga experiencia para el cargo. Nadie, que yo recuerde, tiene experiencia de primer ministro hasta que lo es. Como nos recordaba Mafalda en una de esas reflexiones demoledoras suyas, la pega es que en ninguna universidad se estudia la carrera de gobernante.

Existe en política el periodo de gracia. Los tradicionales cien días. Hasta entonces, haríamos todos mejor en estar a la expectativa, y desear buena suerte a los ministros y a las ministras. No descalificar a nadie así de entrada. Porque entonces, cuando comentan los errores, cuando sus decisiones causen las inevitables polémicas, la carga razonada contra el error cometido habrá perdido su fuerza.

En fin, para qué seguir. Las marmotas han despertado de su periodo invernal y siguen siendo marmotas: dormir tanto entre el hielo no les ha enseñado nada. Como vampiros trasnochados, siguen lanzándose al cuello del primero que pase. Y si cuela, cuela. Más les vale tener un poco de paciencia: la rueda de la historia es imparable. Hasta Berlusconi (cuyas palabras humorísticas algo sacadas de contexto han sido mucho más elegantes que las de muchos de ellos, y en cualquier caso ha sido rápido de reflejos il cavaliere en rectificar) lo ha comprendido.

Como en cualquier otro oficio, se es buen o mal ministro independientemente del sexo que tenga el que ocupe la cartera. Y sólo se les podrá y se les deberá criticar por sus actos una vez los realicen, no antes, y no por ser joven o viejo, mujer u hombre: Mario Puzo sostenía que los políticos no son ni mujeres ni hombres. Mucho nos queda por andar, y a lo mejor no es ni descabellado el flamante nuevo ministerio de nuestra paisana. Por el bien de todos, suerte.