TRABILITRANES

El compás de Afganistán

Algo grande, muy grande, debe tener este nuestro arte flamenco. Cuando llevamos algunos años recibiendo horrendas noticias de Oriente Medio, resulta que en Afganistán ha surgido la voz de un guitarrista flamenco nativo. Es de esas historias que te dejan sin palabras y hace soñar que algún día, me temo que bastante lejano, se cambiarán los tiros de fusil por arpegios y trémolos. Mohammad Rafi Payam es todo un flamenco... de Kabul, la capital de ese país en la que un atentado suicida es allí tan habitual como aquí es ir a una peña flamenca. Viene a resultar que el bueno de Rafi Payam desea que en su país tenga más presencia la guitarra flamenca.

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Su primer encuentro con el arte andaluz tuvo lugar en un exilio en Irán y, desde entonces, el embrujo jondo se la instalado en la cabeza y el corazón sin remedio. Claro que para él, perfeccionar la técnica del alzapúa o el rasgueado no ha sido tan fácil como ir a tomar clases a cualquier academia. A su vuelta a Afganistán, bajo el pleno dominio de los talibanes, la música estaba prohibida por lo que se debía esconder a escuchar algunos discos de forma clandestina y coger el palo santo en una oscuridad que apenas le permitía leer algunos manuales sobre la sonanta traducidos al persa. Eso sí que es meritorio. Más aún lo es el no tener ni idea de español y seguir explorando en un arte que lleva tan dentro como uno de Triana o del Barrio de Santa María hasta decidirse a impartir clases, cobrando 2 euros la clase, con una guitarra de fabricación rusa que cayó en sus manos de casualidad en la ciudad de Herat, precisamente donde están destinadas las tropas españolas.

Lo más inquietante es que, en su afán por seguir aprendiendo de la música española por excelencia en el mundo, los destacamentos admiten no tener mucha idea de flamenco. Tampoco es que estén obligados, claro, pero no estaría de más que de las multimillonarias partidas presupuestarias para el flamenco, alguna migajita llegara hasta Kabul, al menos en forma de discos o libros, para que este hermano del compás pueda seguir avanzando en su deseo que nuestro arte sea conocido en Kabul y alrededores. Tal vez, sea una pequeña gota en el océano de la incomprensión humana y poco a poco la música vaya ganado terreno a las balas. Aunque sólo sea el apunte de un sueño que tal vez nunca veamos hecho realidad, pero al menos no dejemos la intención solapada bajo el burka de la indiferencia. Mucha suerte al Niño de Afganistán. Olé.