ANÁLISIS

Resurrección

Dormida la fiesta durante meses, la magia transformadora del Domingo de Resurrección proclama en lo taurino el advenimiento de una nueva temporada. En cada tarde de toros, el rito de la corrida hará palpitar un renovado eco, misterioso y ancestral, de grandezas y sangres pasadas. Y arderán las cinco en punto de la tarde, como un acorde puntiagudo, en el latir acelerado del matador. Náufrago entre alamares, recargado de anacrónicas elegancias, sentirá la agitada soledad del patio de caballos, con su persistente olor a cuadra, a campo y a correajes. Visitará la capilla, de penetrante silencio con sabor a cera, y le inundará ese recogimiento parpadeante y dorado que otorgan las velas. En ese momento circunspecto y finísimo que hermana a los toreros, divisará desde la puerta de cuadrillas el enorme bosque gris de los tendidos, salpicado con las múltiples pinceladas claras de los rostros.

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Mientras, el sol risueño de la tarde abrasará de oros la arena e instantes lentísimos de expectación y zozobra afligirán, el férreo corazón de los toreros. Penetrados por un sueño milenario, arrebatados por un misterio viejísimo, los espadas cruzarán, de nuevo, la encantada orilla del albero.

La fiesta, como un dios triunfal de primavera, vuelve a resucitar.