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Rajoy continúa

Habrá que tomar medidas», dijo enigmáticamente Francisco Granados, del equipo de Esperanza Aguirre - «la derecha sin complejos»-, en relación a la derrota del PP, al mismo tiempo que el aparato mediático que ha llevado a Mariano Rajoy hacia el precipicio de la teoría de la conspiración, primero, y de la crispación antiterrorista, más tarde, lo arrojaba sencillamente por la borde como un lastre, a gritos y con malos modos, culpándolo personal y directamente del desastre.

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No cabe duda de que, por razones objetivas, Rajoy es el principal responsable de que el PP pasase de la mayoría absoluta a la oposición y de que, cumplida una legislatura a cargo de quienes a juicio de un sector de opinión se beneficiaron del 11-M, la gran formación de centro-derecha fuese nuevamente incapaz de vencer al "peor presidente de la democracia", según aseguran los más acerbos enemigos de Rodríguez Zapatero.

Y, efectivamente, hay que reprocharle a Rajoy su estrategia en estos pasados cuatro años, en los que optó por mantener junto a sí al mismo equipo con el que no había ganado en 2004 -la incorporación de Manuel Pizarro fue tardía, oportunista e inútil- y en los que se dejó arrastrar por ese sector radical de opinión que, a cambio de proporcionarle el soporte mediático y la adhesión vociferante de los círculos más ultramontanos de la derecha sociológica, lo distanció peligrosamente del centro político; de una moderación y un equilibrio que, pese a sus esfuerzos de última hora, ya no ha podido recuperar.

Pero dicho esto, hay que reconocer acto seguido, de un lado, que Rajoy ha realizado un esfuerzo ímprobo por conseguir sus objetivos, ha mostrado una talla personal y política innegable y, lo que es más importante, ha conseguido unos resultados muy aceptables que, aun sin ocultar la crudeza de la derrota -en democracia se gana o se pierde: no hay medias tintas-, permiten al PP partir hacia el 2012 desde un suelo muy sólido y con una organización potente y bien estructurada, capaz sin duda de disputar la hegemonía a su principal antagonista, el PSOE.

Conviene recordar, en fin, que el PP ha conseguido el 9-M 400.000 votos más que hace cuatro años y un porcentaje superior al 40 por ciento del electorado, datos éstos que permiten hablar de derrota digna y honorable. De cualquier modo, todo sugiere la conveniencia de que, después del fuerte desgaste de los rostros 'populares' en la oposición, la renovación política definitiva coincida con una profunda renovación generacional. De entrada, no parece que quienes ya han pugnado abiertamente por ocupar cuanto antes el sillón de Rajoy puedan aportar al partido alguna garantía de éxito puesto que, en buena medida, representan aquellos anacronismos que han impedido a Rajoy franquear el umbral del poder.

Es claro, por último, que la renovación popular ha de incluir el convencimiento de que, en última instancia, el éxito o el fracaso de una opción política no depende tanto de los apoyos sociales externos que presionan sobre ella cuanto de la calidad de la oferta y de las propuestas. El PP se ha dejado arrastrar en estos cuatro años por parajes muy delicados de demagogia y confrontación, al tiempo que no ha sabido depurarse internamente de las rémoras .

Y la lección es simple: si el PP quiere disputar realmente con posibilidades de éxito la eminencia al PSOE deberá, primero, construir una opción alternativa suficientemente atractiva y, después, habrá de congraciarse con aquellas comunidades autónomas con las que, por las razones que sea, no ha conseguido engarzar políticamente. Especialmente Cataluña, región clave de la España moderna, que no acepta a quien no la asuma sinceramente en toda su complejidad.

No se trata de fingir comprensión ni tolerancia con los particularismos sino de ingresar en la cultura de la diferencia y de la pluralidad. El PP no puede seguir siendo el partido castellano del discurso unitario arcaico y poco compatible con la globalización, con la España plural y con Europa.