Cultura

Después de su muerte

Como cualquier sábado, me había levantado limpio de pereza y había bajado a desayunar despaciosamente, como se desayuna los amplios fines de semana de dos días tras cinco de trabajo. Como cualquiera de esos sábados, preparé café y tostadas. Para ser enero, entraba por la ventana un cálido sol de marzo -«el marzo del viento y de los rojos/ horizontes...»-. Como un sábado cualquiera, encendí la radio con la esperanza, pero sin convencimiento, de hallar calmos tertulianos o insulsos anuncios de crema antiestrías.

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Me había quedado con los primeros, que divagaban sobre el sexo de los ángeles o algo así -y qué más da-. Lo importante era el sábado, las tostadas, el café y la promesa de un fin de semana soleado y ocioso.

Malas noticias

De repente, en lo más intrascendente de la conversación, la moderadora intervino para anunciar que Ángel González acababa de morir en un hospital madrileño.

Entonces, como en sus poemas, de repente se puso otra vez enero y más tarde una especie de frío febrero gris de Madrid -«mil novecientos/ cincuenta y cuatro: un hombre solo»-; o quizá cambió a su lluvioso diciembre ovetense.

No sé. El caso es que sobre las tostadas se posó la nube negra que oscureció una temporada a su amigo Joaquín Sabina y hacía frío. Y el café me supo tan amargo que ni siquiera una cucharada extra de azúcar pudo remediar el desastre. Y enmudeció la radio, aunque al fondo se oía cómo los tertulianos hablaban del poeta, de su obra, de su figura indispensable dentro de las últimas letras españolas, de esos lugares comunes a los que se recurre cuando aún está caliente el cadáver los muertos ilustres.

Aquel sábado ya no fue otro sábado cualquiera de un largo fin de semana de dos días tras cinco de trabajo. Los periódicos digitales abrían con su muerte, cada hora en las emisoras de radio sacaban el tema y en los telediarios, tan poco dados a hablar de escritores habiendo políticos y guerras -«en este tiempo hostil, propicio al odio»-, aparecía una y otra vez su imagen de abuelo adorado por sus nietos.

El número de estos ni se lo puede imaginar Ángel González. A algunos los conocía y las fotos que aparecieron en los periódicos durante aquel fin de semana demostraron la calidad de su amistad.

Criando nietos

A sus otros nietos se los fue encontrando por la vida, los fue criando verso a verso. Son sus nietos de papel, esos que fueron a escucharlo a sus lecturas, los que se emocionaron con sus poemas, los que compraron los discos que lo cantaban, los que acudieron al recital que debió haber dado en Granada unas semanas después de marcharse, los que se quedaron fuera porque los organizadores no calcularon bien el aforo y se fueron a celebrar al poeta en los bares cercanos.

Todos ellos, conocidos o anónimos, experimentaron un sentimiento similar de orfandad sobrevenida, inesperada, desgarradora. Aquella tarde de sábado algunos de los mensajes mandados por móvil entre ellos lloraban su muerte -y esto no es una licencia poética- o se mordían los puños de rabia e impotencia en su extraño lenguaje sincopado, incompleto, consonántico, porque es difícil explicarse en esas circunstancias.

Para que tú te llames Ángel González a partir de ahora también tendrás que sumar a tus nietos, a tus huérfanos. Para que tú te llames Ángel González no serán suficientes solo «hombres de todo mar y de toda tierra,/ fértiles vientres de mujer, y cuerpos/ y más cuerpos, fundiéndose incesantes/ en otro tiempo nuevo». En absoluto eres lo que nos decías en tu primer poema de Áspero mundo: « el resultado, el fruto,/ lo que queda, podrido, entre los restos. ( )/ El éxito de todos los fracasos. La enloquecida/ fuerza del desaliento ».

Para que te sigamos llamando Ángel González a partir de este momento tendrás que contar con los que te han leído y los que te seguirán leyendo, tus biznietos y tataranietos, los que van a completar tu ser de ahora en adelante, los que mantendrán viva tu voz cálida, tu verso firme, tu pesimismo lúcido y, sobre todo, tu ternura contagiosa. Hombres y mujeres fundiéndose en tus poemas, mirando irónicamente a la realidad que no nos gusta, enamorándose con y de tus versos.

Porque si nosotros fuésemos Dios y tuviésemos el secreto, haríamos un ser exacto a ti para poder repetirte y repetirte, siempre el mismo y siempre diferente. Y así borrar el regusto amargo de aquel sábado de enero, para poder hablar, con permiso de Jaime Gil de Biedma, del Ángel González necesario e imprescindible que afortunadamente va sobrevivir en todos los que lo lloramos después de la muerte de Ángel González.