EL BURLADERO

No llegaron sus flores a las víctimas

No tiene que contármelo nadie porque yo estaba allí, en el escenario de la clausura del Congreso de Víctimas del Terrorismo, ejerciendo a petición de su organizador máximo, Cayetano González, el papel de moderador del acto.

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Sentados en aquella platea había víctimas de ETA en su gran mayoría, pero también de GRAPO y de FRAP, de los atentados de Madrid y Nueva York, de las salvajadas de las FARC colombianas y de algún otro ejército de asesinos con marchamo político. Todos ellos forman parte de ese reducido grupo de ciudadanos que, especialmente en el caso de ETA, nadie ha querido ver de cerca. Ya sabemos. Todas esas víctimas han sufrido en silencio y han mostrado una entereza tan sólida que ningún canalla de medio pelo tiene derecho a censurar sus tomas de postura. Qué decir de los colombianos: durante no pocos años, víctimas de los más despiadados secuestros, han tenido que aguantar cómo en esta Europa de estúpidos profesionales se recibía con honores de interlocutor político a cualquiera de los psicópatas de la narcoguerrilla que decidía realizar una ronda por universidades o parlamentos. Hijos de hombres y mujeres asesinados, descuartizados, pulverizados por bombas y armas de fuego han tenido que aguantar en este continente de idiotas lo que ahora les toca aguantar con el insufrible vecino rojo que les cae del lado venezolano: increíblemente, siempre habrá quien considere que las FARC son unos luchadores legítimos por la justicia y siempre surgirá algún cómplice en el panorama que les brinde aire y recursos, como el caso del matón miserable Hugo Chávez. Pues, con todo, no escuché en el acto al que hago referencia más que aplausos de unos y otros a todos aquellos que les dirigían la palabra y les insuflaban el ánimo y el sentimiento de hondo respeto por su larga ejecutoria de dignidad y silencio. En ningún momento escuché abucheos a presidente alguno, ni a ningún grupo exaltado coreando rimas ocurrentes sobre ausencias determinadas. Nada. Ni una palabra. De ahí que le insista en que ande con cuidado cuando algún cortesano de la política deje caer sospechas en la tinta o tinta en las sospechas, y crea que este congreso se ha escenificado para hacer oposición y censura a la política de un gobierno como el español, que ha estado clamorosamente ausente del mismo a lo largo de los dos días de actos. Con todo, soy de los que puedo entender a Rodríguez Zapatero: sabe que la mayoría de asistentes son críticos con sus criterios de lucha antiterrorista y no está preparado para que no le quieran. Comprendo que aprovechara la coyuntura electoral para argumentar, como hizo, que su presencia sería mal entendida e, incluso, censurada por muchos de los que se la reclamaban y comprendo que no sea una ducha tan sumamente fría como esa el mejor acto de reconciliación con un colectivo con el que ha mantenido demasiados desencuentros. Casi mejor para todos que haya optado por no ir. Pero hay gestos que pueden aliviar ausencias y el Gobierno español, desgraciadamente, no ha hecho ninguno. La senda que recientemente ha adoptado el gabinete socialista es la que más tranquilidad puede aportar a los congresistas de estos días: etarras detenidos -ayer, Galarraga-, partidos políticos ilegalizados y ni un solo atisbo de concesión al entorno terrorista a cambio de nada es la receta que mejor entienden aquellos que han sido descalificados hasta la saciedad cuando lo que primaba era un confuso proceso de errático proceder. Estamos de acuerdo, pero

Los desencuentros no se arreglan sólo con propósitos de enmienda: hay veces en las que también hacen falta flores. Y se les ha pasado por alto. Con lo buena que era la oportunidad