Opinion

La verdad de ETA

La desarticulación del comando etarra que perpetró el doble asesinato de Barajas, y que preludió en las campas de Aritxulegi y confirmó en Castellón la ruptura del «alto el fuego permanente» anunciado en marzo de 2006, constituye un motivo de especial felicitación para la labor desarrollada en este caso por la Guardia Civil. La identificación policial de los autores no prejuzga su culpabilidad que, en todo caso, deberá ser señalada o descartada por los tribunales. Sin embargo, contribuye a impedir que esa responsabilidad difusa tras la que se escudan ETA y la izquierda abertzale llegue a calar en la opinión pública y agudice el terrible dolor de los deudos de Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio, para quienes su muerte resulta tan inconcebible. Además, tanto la revelación de la actividad presuntamente desarrollada en el pasado por los cuatro vecinos de Lesaka como la noticia de que estaban planeando un atentado de gran envergadura en el corazón de Madrid obligan a quienes desde el nacionalismo gobernante no han dudado en acusar a la Guardia Civil de las lesiones que padece uno de los detenidos.

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Pero las pesquisas posteriores a las detenciones de Mondragón también revelan hasta qué punto un grupo reducido de activistas fue capaz de mofarse de la estrategia voluntarista auspiciada por el presidente Rodríguez Zapatero, incapaz de admitir que la inercia continuista de ETA podría imponerse a la simulación dialogante de sus interlocutores. De confirmarse el relato de los hechos avanzado ayer por el ministro Rubalcaba, se evidenciaría que mientras el Gobierno participaba de una ceremonia de contactos y conversaciones dilatada en el tiempo, cinco activistas que mantenían vínculos personales muy estrechos se dispusieron a tensionar primero y a quebrar después las expectativas generadas en torno a la tregua. Una descripción insoslayable de la voluntad de ETA de perpetuarse en el terror y del poder que sobre ella ejerce siempre el núcleo de irreductibles.