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Un Rey de ciudadanos

En un país que mantiene una relación tan atormentada con su historia y que con demasiada frecuencia parece resistirse a la normalidad de las instituciones, que el Rey celebre su septuagésimo aniversario en medio de la estima renovada de la gran mayoría de los ciudadanos es un hecho de un extraordinario valor.

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No hay que recurrir al elogio ritual ni caer en la oficiosidad cortesana -que tan mal cuadran con la personalidad de don Juan Carlos- para subrayar la excepcional aportación que el Rey continúa haciendo a la convivencia entre los españoles, a la solidez de nuestro sistema político, a la imagen de España y a su proyección internacional.

Lejos de ser un lujo prescindible en el sistema institucional, a los 70 años el Rey afianza su presencia y la de la Corona como ese gran activo de autoridad y de virtud institucional en las que el Jefe del Estado desempeña las responsabilidades y ejerce las prerrogativas que le atribuye la Constitución.

Cualquier español con algunos años podrá recordar sin dificultad no pocas situaciones en las que el Rey ha sabido plasmar esa responsabilidad en su imagen, su conducta, su gestualidad y sus mensajes. El Rey que exige respeto y silencio al enésimo caudillo populista de los muchos que han asolado Iberoamérica y se va con uniforme de campaña a compartir la Nochevieja con nuestras tropas en Afganistán no es el resultado de ninguna operación de imagen. Es el Rey que conocemos, el 'motor del cambio', el mismo que hace más de treinta años formuló su compromiso con la instauración de una Monarquía de todos los españoles y que, en contra de tantos pronósticos, llevó a buen término ese compromiso con un éxito que hizo desvanecerse la sombra secular de la confrontación violenta entre españoles, de la venganza y del exilio.

La Corona que encarna el Rey don Juan Carlos no es sólo un elemento de identidad del régimen constitucional de España; es una necesidad funcional del sistema político. Que existan otras formas de gobierno teóricamente posibles y democráticas o que reivindicarlas sea una opción legítima no hace de la Monarquía una institución accidental, porque es la clave del pacto de la Transición, fue el presupuesto imprescindible para su culminación y es, sin duda, esencial para que mantenga su vigencia.

Desde esta perspectiva, la de la empresa democrática acometida por el conjunto de la sociedad española, habría que considerar lo que a falta de otras ocurrencias más imaginativas se ha dado en llamar el 'annus horribilis'. ¿'Horribilis' para la Corona? Sin duda, el Rey ha pasado por momentos difíciles. Pero no deberíamos quitarnos de en medio tan fácilmente y engañarnos creyendo que es la Corona la que tiene el problema. Lo que de 'horribilis' haya tenido el año recién terminado no es una dolencia localizada que afecta a la Corona como si se tratara de un mal endógeno de esa institución. Ésta es la interpretación que han querido poner en circulación los interesados en que la Monarquía aparezca como una forma de gobierno insostenible a medio plazo por su presunta imposibilidad de adaptación a los tiempos y por haber agotado esa legitimación política excepcional que le dio su liderazgo en el establecimiento del régimen constitucional.

Y, sin embargo, nada sugiere objetivamente que la Corona esté sujeta a fecha de caducidad, entre otras razones porque las alternativas con las que algunos fantasean se encuentran a distancias siderales de la Monarquía constitucional y parlamentaria en términos de credibilidad y legitimidad democrática. No atribuyamos, pues, a la Corona males que no se generan en la propia institución. Éstos son, en todo caso, síntomas de problemas más generales sin resolver, de otros que se ha buscado que reaparecieran, de grietas abiertas en la identidad del Estado del que el Rey es símbolo de unidad y permanencia.

El Rey es una personalidad de extraordinaria proyección internacional, una referencia de valores democráticos, popular y admirada en Iberoamérica, un interlocutor respetado, un pilar de estabilidad y un hombre que ha afrontado las situaciones más críticas sufridas por nuestro país con firmeza de carácter y una excepcional capacidad intuitiva al servicio de una idea muy clara del sentido y la misión de la Monarquía en España.

Pues bien, resulta insólito que, contando con estas credenciales, se intente desplazar sobre la Corona la carga de la prueba de su utilidad y su solidez institucional. No es el Rey precisamente, con setenta años bien fructíferos, quien tiene que demostrar su capacidad y acierto en la proyección exterior de España. No es el Rey precisamente el que tiene que demostrar su poder de inspirar credibilidad con sus interlocutores. No es ciertamente don Juan Carlos quien tiene que probar temple y determinación ante decisiones difíciles, ni es, desde luego, la Monarquía parlamentaria la que falla a la hora de suturar consensos rotos. Prueba de ello es que han bastado un par de ocasiones en las que la Corona ha podido hacer visible de nuevo su valor institucional para acreditar la sólida conexión que le une con la opinión mayoritaria en el conjunto de la sociedad española. A mi juicio, no hay más secreto para comprender el aprecio de que disfruta la Monarquía -y, en sentido contrario, para explicar la persistencia sañuda de sus detractores- que comprobar cómo ha conseguido representar a la vez la continuidad histórica y la modernidad democrática de España. En tiempos de regresión, en los que fórmulas de articulación estatal del Antiguo Régimen -además, burdamente manipuladas- se presentan como innovadoras propuestas de reforma, la Monarquía en la persona del Rey es una institución constitucional genuina e irremplazable para la normalidad democrática, precisamente porque no es ni ha querido ser un monarca de territorios sino un Rey de ciudadanos.