LECHE PICÓN

Otra Navidad

Debo de ser, sin lugar a dudas, un bicho raro. Porque oigo y leo comentarios múltiples y variopintos sobre las fechas en las que estamos, sobre la felicidad compartida que se extiende -dicen- como una mancha de aceite en cuanto Diciembre se adueña del calendario, sobre la excelencia de las fiestas navideñas, sobre lo pristino y auténtico de la nochebuena de Jerez y sus zambombas, sobre, en fin, lo hermoso de todo este guirigay que se compone en estas calendas, y no me siento representado en ninguno de ellos. Porque a mí, perdonen ustedes, estas fechas me dan una grima que ni les cuento. Algo así como una melancolía insondable, una zozobra profunda, una murria que me encoge el alma, una nostalgia que me araña el corazón y me lo deja como mustio, qué le vamos a hacer. Y no crean ustedes que es por las ausencias, por las pérdidas, porque -gracias a Dios y toco madera-, aunque haberlas haylas, soy de los que tengo cerca de mí a mis padres, a mis hermanos, a la mayor parte de mis seres queridos.

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Ocurre, empero, como les digo, que de estas fiestas me gustan los pestiños y poquito más. Y en cuanto veo las luces que adornan las calles, en cuanto diviso los dichosos arbolitos emperifollados, los belenes y dioramas, los balcones adornados con guirnaldas y bombillitas, los papás noeles repechando por las ventanas, y en cuanto oigo un villancico -especialmente el del «Marinerito Ramiré»-, me entran unas ganas locas no sé si de hacerme moro o de meterme debajo de la cama y no asomar el careto hasta bien entrado Enero. Y, por supuesto, no esperen encontrarme en una zambomba de esas que organizan peñas y hermandades y entidades varias, que yo no sé que le ve la gente a eso de sentarse detrás de una señora habitualmente oronda y de voz chillona que masturba -con perdón- a una zambomba descomunal, tocar palmas sin compás y cantar los mismos villancicos de hace tropecientos años, cuyas letras, además, ni siquiera se refieren, por lo general, al evento religioso que en teoría se conmemora, pues ya me dirán ustedes qué tienen que ver con la Navidad coplas tales como la de «Calle de San Francisco» -villancico que es de Arcos y no de Jerez, como muchos piensan-, «Estando un curita», el soez de «Micaela» o el insoportable, al que antes me he referido, del «Marinerito Ramiré», que el día que yo sepa quién es le cae una querella de todas a todas.

No sé si es que soy un guasa, un «esaborío», o si es que no soporto la hipocresía. Porque bajo el barniz de tradición y felicidad con que quieren esmaltar estas fechas, sólo late, como ya dije en otra ocasión, falsedad e hipocresía. Siento que esta celebración se ha convertido en una formidable fiesta de disfraces, en un grotesco y desmedido baile de máscaras. Se disfrazan las sonrisas y las palabras, y espetamos un «Feliz Navidad» cuando en realidad nos encantaría espetar un sonoro «púdrete». Se disfrazan los propósitos y las esperanzas, aun en la consciencia de que no vamos a cumplir los unos ni se van a hacer realidad las otras. Disfrazamos los sentimientos, para volver a desnudarlos en cuanto la última carroza de la cabalgata de Reyes se encierra. Disfrazamos la vida, en suma, como si la vida ya no fuera de por sí un trágico disfraz. Hasta la fiesta del antes mágico cinco de Enero ha perdido su encanto, ahora que los niños son mayores y no se despiertan al alba con las miradas llenas de ilusiones y de ansias.

Y lo malo es que no acaba ahí la cosa: en cuanto terminan estas fiestas dichosas, aparecen comparsistas y chirigoteros, cuartetos y coros. El jodido Carnaval. Y todos, también en Jerez, a tocar el pitito, a disfrazarse otra vez. ¿Tipo, tipo...! Para suicidarse, vamos.