Editorial

Matanza en Nebraska

El asesinato en un centro comercial de Nebraska de ocho personas, tiroteadas por un joven de 19 años que luego se quitó la vida, ha vuelto a sumir en la conmoción a la sociedad estadounidense, sacudida con preocupante frecuencia por actos indiscriminados de violencia. Hace apenas un mes, dos ciudadanos murieron en similares circunstancias ante unos grandes almacenes de Texas, mientras aún se recuerda a las 32 víctimas asesinadas en abril por un estudiante enloquecido en Virginia. Las investigaciones policiales determinarán qué pudo llevar a Robert A. Hawkins a descargar su rifle contra sus indefensos conciudadanos. Pero la convicción, escrita en su nota de suicidio, de que con su acción se haría «famoso» evidencia no sólo un profundo estado de perturbación, sino también una peligrosa identificación del reconocimiento público con la violencia.

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Es posible que Hawkins hubiera acabado haciendo daño a sus semejantes de un modo u otro, pero lo que es seguro es que su comportamiento ha resultado tan dramáticamente destructivo porque contaba con un arma de fuego. Tras la matanza en el instituto Columbine en 1990, Bill Clinton propuso elevar hasta los 21 años la edad legal para poseer una pistola, pero la presión, entre otros, de la poderosa Asociación del Rifle consiguió limitar la tenencia a los 15. El único efecto legal de aquella masacre fue la imposición a los estados de la obligación de perfeccionar sus bases de datos, a fin de evitar la adquisición por parte de delincuentes o personas con trastornos psíquicos. Es un hecho que los intentos por restringir tan peligroso comercio, cotidiano en un país que registra un crimen cada 22 segundos, han fracasado frente al derecho constitucional que lo ampara. Pero la ciudadanía estadounidense y sus autoridades han de encarar un debate ineludible, que no puede resolverse con rutinarias muestras de dolor cada vez que cualquier Robert A. Hawkins decide disparar.