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Neocolonialismo

Es una obviedad afirmar que si la dictadura franquista alentó secretas ambiciones imperiales, y por lo tanto imperialistas, con respecto a Hispanoamérica, basadas en la nostalgia colonial, el régimen democrático se ha cuidado de dejar sentado todo lo contrario: Iberoamérica es un ámbito entrañablemente vinculado a nosotros por la historia y la cultura, con el que aspiramos a formalizar una cierta integración política que le dé visibilidad a la manera de la Commonwhealt o de la Francofonía, de forma que adquiramos un mayor peso ante terceros en la comunidad internacional, aunque sin la menor pretensión hegemónica de España. La vieja metáfora de la madre patria ha dado paso hace mucho tiempo a la imagen de la fraternidad.

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Con todo, España, país que ha experimentado un espectacular crecimiento durante estas tres décadas de demoliberalismo, ha volcado una parte de su desarrollo y de su inversión en el exterior y, especialmente, en Latinoamérica. En concreto, nuestro país habría invertido en este ámbito unos 106 billones de euros, de los que dos terceras partes se han dirigido casi a partes iguales a Brasil y Argentina. Este proceso, vinculado a la globalización económica, ha tenido escaso significado político: la preferencia de nuestros empresarios por los países iberoamericanos, que han elegido libérrimamente y sin que mediara una estrategia gubernamental, se ha debido a las facilidades idiomáticas y culturales y a la complementariedad de nuestras economías, por lo que sólo desde la mala fe podría hablarse de neocolonialismo español. Pero la mayor parte de los países americanos, aunque abiertos al exterior y receptivos a los capitales españoles que han contribuido objetivamente a su despegue, se mantienen desestructurados, sin un Estado que, como quería el ex presidente chileno Ricardo Lagos, transforme el crecimiento económico en políticas sociales. La razón del atraso es que para crear cohesión, estructuras sociales, hace falta dinero público, que ha de recaudarse fiscalmente. Y con excepción de Brasil y Argentina, la presión fiscal real, incluidas las cargas sociales, está en muchos países por debajo del 15%. Y esta situación perpetúa las desigualdades sociales lacerantes y permanentes sin acceso a servicios públicos esenciales y con escasas expectativas. En este marco de injusticia social, el papel que desempeñan las grandes empresas españolas de servicios básicos es contemplado como parte del sistema de explotación. De ahí la mala imagen de España en grandes sectores populares latinoamericanos.

Es notorio que los demagogos tienen muy fácil la pesca en el río revuelto del antiespañolismo primario, basado en estas circunstancias. La búsqueda del enemigo exterior es la estratagema que permite a los autócratas cristalizar la adhesión de las sociedades a su alrededor. Franco explotaba sin pudor a los teóricos enemigos de la civilización occidental, Fidel Castro ha administrado con gran habilidad el ingenuo bloqueo norteamericano, y no hay que ser muy malicioso para interpretar las salidas de tono de Hugo Chávez como una artimaña para distraer la atención de sus nacionales, masivamente irritados por su totalitaria reforma constitucional, con el fantasma español.

España no puede renunciar a su dimensión americana, pero es posible que haya de gestionarla en el futuro con más escepticismo y posibilismo, sin ignorar el círculo vicioso que atenaza a aquel continente: con pobreza, la democracia es muy difícil de alcanzar, y en tanto persista el populismo, será prácticamente imposible que los pueblos consigan salir de la pobreza. Cómo romper esta maldición es el gran reto de España, de Europa, en relación con Iberoamérica.