Opinion

El Estado fuerte

Ahora que se aproxima el final de la legislatura, extraordinariamente abrupta y destemplada en la que poder y oposición han escenificado el disenso probablemente más virulento de toda la historia democrática de este país (la confrontación durante el período 1992-1996 fue igualmente estrepitosa pero no se basaba en disensos ideológicos, sino en cuestiones de corrupción enmarcadas en una lucha abierta por el poder, y de hecho fue todavía posible conseguir en aquella etapa consensos básicos sobre la estructura del Estado), conviene enfatizar la admirable resistencia del Estado al deterioro, a pesar de los quebrantos que se han abatido sobre él y de los anuncios, por fortuna inciertos, de que nos abocábamos a una crisis irreversible.

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Si alguien hubiera contemplado esta legislatura muy desde lo alto, seguramente habría aprehendido que el discurso político ha pivotado alrededor de tres grandes desencuentros: en primer lugar, tras el 11-M, un poderoso sector mediático aliado con el principal partido de la oposición (o con buena parte de él, porque la generalización es injusta) ha tratado de deslegitimar al Gobierno surgido de las urnas por el procedimiento de sugerir de forma más o menos explícita que el PSOE, concomitante con ETA, podría haber tenido algo que ver con aquellos horrendos atentados, supuestamente cometidos para impedir la victoria del PP tres días después. Lo delirante de la especie no bastado para retirarla de la circulación.

En segundo lugar, la elaboración de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña -en realidad, un estatuto nuevo- mediante un procedimiento desaforado que Mas y Zapatero tuvieron que embridar a última hora sin conseguir pese a todo garantizar la constitucionalidad del resultado (que está ahora a examen en el desarbolado y exhausto Tribunal Constitucional) dio pie a la clamorosa denuncia de la ruptura de España por parte del más rancio nacionalismo españolista, en pugna destemplada (e inacabada todavía) con el también anacrónico nacionalismo periférico. España sigue evidentemente intacta tras aquella secuencia en la que, justo es decirlo, ningún actor estuvo a la altura de los requerimientos de la coyuntura.

En tercer lugar, el proceso de paz, un intento más de negociación con ETA mantenido en todo momento en los cauces democráticos, sin concesión ni extralimitación alguna -como lo prueba el hecho de que el intento haya fracasado-, ha sido también utilizado para demonizar a un Gobierno que, legítimamente, ha querido ensayar también esta vía para acabar con el terrorismo. Ninguna de las negociaciones anteriores, de gobiernos del PSOE o del PP, recibió tanta hostilidad.

En otro orden de ideas, Cataluña se ha normalizado y las encuestas demuestran que el hastío genera irritación pero no caos ni crisis. Y nadie siente la percepción de que España se quiebre por esta causa o de que se haya hecho alguna concesión inconfesable a los asesinos y extorsionadores de ETA. Más bien parece que España está en pie y que nunca el Estado había sido tan eficaz en la lucha de las fuerzas de seguridad contra sus enemigos.

El prodigio -la supervivencia del Estado pletórico a pesar de los siniestros presagios de que se aproximaba el cataclismo- se ha conseguido por dos causas fundamentales: la solidez y brillantez de la Constitución, que se adaptó por consenso al espíritu de este país con una perfección inigualable, y la madurez de la sociedad española, que tiene perfectamente establecidos y preservados los grandes valores de estabilidad que están en la base de su prosperidad. Así las cosas, queda convenientemente disminuido el papel de los malos augures y de los falsos profetas, que, como parte del paisaje, se han convertido en puro folklore.