LOS LUGARES MARCADOS

Bibliotecas de babel

Hace unos días escuchaba comentar a un escritor amigo cómo se estaban desbaratando algunas grandes bibliotecas de famosos bibliófilos españoles. Hablaba de cantidades ingentes de libros, revistas y papeles raros que, a la muerte del coleccionista, no habían encontrado en sus herederos la devoción que una biblioteca de estas características precisa. Las piezas de apariencia valiosa terminaban siendo malvendidas en cualquier librería de lance, y las de encuadernaciones menos atractivas acababan en el basurero.

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Oyendo esos comentarios, pensaba en mi modestísima biblioteca, que me ha venido acompañando en todas mis mudanzas físicas y espirituales, creciendo conmigo, desarrollándose en la misma dirección que mis pensamientos y mis hábitos. La mía no puede compararse con esas joyas desmanteladas, porque su valor es muy limitado. Mis libros concluirán a gusto su viaje en el rastro o en una librería de viejos, si no me sale un sobrino lector que quiera heredarlos. Sólo espero que ninguno de ellos acabe en el reciclaje de papel y cartón. Más que nada por la compañía que me han hecho y por todo lo que tengo que agradecerles: al primer libro de poemas que leí y releí hasta memorizarlo (Bécquer, por supuesto: era de rigor); a aquel otro que rescaté precisamente de la quema de una biblioteca (Historia de Gloria, de la inefable y sorprendente Gloria Fuertes); a La Odisea de cubiertas rojas y pésima traducción que me descubrió otros dioses más humanos que los míos; a ese ejemplar de Las mil y una noches hermosamente ilustrado, que me regaló la sensualidad de Oriente; al de Sobre los ángeles en el que un anciano Alberti me dibujó el pececito de rigor; a mi Biblia, a pesar de todo. A cada uno de esos libros, humildes de continente, fastuosos de contenido, y a los que los acompañan en mis estanterías, les debo, sin exagerar, la vida.