Rafael Aguilar - EL NORTE DEL SUR

Con la música a ninguna parte

Los artistas de la digna canción mendicante son a veces lo mejor de la ciudad, la sal de las aceras, el mejor recuerdo de una visita

Rafael Aguilar
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De acuerdo con que no habrá más remedio que poner un poco de cabeza en la ubicación de los músicos callejeros, vale que los vecinos que se quejan porque a veces tocan hasta demasiado tarde debajo de su balcón tienen más razón que un santo en pedirle al Ayuntamiento que haga algo para garantizar su descanso, entendido que la regulación es un camino que ya han cogido la mayoría de las ciudades. Bien, bien, bien. Pero en todo este proceso que ha iniciado el cogobierno local para elaborar una ordenanza sobre el reparto del espacio público hay algo que chirría, que no cuadra, que no pega ni con cola con el espíritu que se le presupone a este fenómeno tan edificante de coger una guitarra o una trompeta y de plantarse en medio de la calle a hacerle el tránsito más agradable a quien se cruce en el camino.

La música alimenta el alma y el alma entiende más de pasiones que de leyes, más del libre albedrío que del estricto corsé de las de las normas. Tocar por turnos y con el escenario de a pie de acera delimitado por una tiza y con miedo a que lleguen los municipales atenta contra el artista, devasta su impulsos creativos. Mucho. Sólo falta que el alcalde —o la alcaldesa— le dé al intérprete la partitura y le marque el compás. No, no, no. Será verdad que no habrá otra manera de racionalizar esta actividad, pero es que duele que la autoridad trate a la rockera de Blanco Belmonte o a la violinista de la Puerta del Puente con la misma frialdad con la que se calculan las plazas de aparcamiento en zona azul o con la que se decide el emplazamiento de los aparcamientos de bicicletas. Pero qué es esto de equiparar a un bohemio que se gana no ya unas monedas sino la sonrisa de su público efímero con un velador sujeto a las directrices del urbanismo de las pequeñas cosas. Un poco de respeto, señores munícipes, para ese talento que el viandante disfruta por unos cuantos céntimos y en ocasiones de gorra.

Ignoro cómo han metido en cintura a los músicos callejeros en los bajos del Sena, en el metro de Londres, en los plácidos jardines de Viena o en las calles que van a dar a la plaza del Obradoiro. Lo que sí sé es que cuando uno los escucha parece que se han plantado donde están con sus atriles y con sus instrumentos porque simplemente les ha parecido un sitio estupendo, porque en la esquina elegida son más felices que en la de enfrente. Esa gente de la digna canción mendicante es a veces lo mejor de cada ciudad, la sal de las aceras, una sana trampa en la que cae el visitante para vivir, sin saberlo aún en el momento en el que se detiene frente a ellos, el que será quizás el mejor recuerdo que se va a llevar de vuelta a casa. Si las circunstancias obligan a redactar una ordenanza específica, tampoco es pedirle mucho al Ayuntamiento que introduzca al menos una cláusula de manga ancha. Córdoba se lo va a agradecer.

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