José Javier Amorós - PASAR EL RATO

Laicidad y laicismo

El Ayuntamiento parece no ser partidario de la religión y utiliza el poder como máquina de limpieza ideológica. ¿O es todo casualidad?

José Javier Amorós
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Parece que el Ayuntamiento de Córdoba no es partidario de la religión católica. Empezó desterrando al Cristo de marfil, para demostrar quién manda en la tierra; vinieron luego los desaires a las cofradías; y ahora ha suprimido las ayudas directas a organizaciones asistenciales próximas a la Iglesia. Es posible que todo sea fruto de la casualidad, y así lo ha resumido un miembro del equipo de gobierno, aunque gente mal intencionada podría pensar que se está utilizando el poder como una máquina de limpieza ideológica. Es difícil que personas intelectualmente refinadas y culturalmente sensibles, como nuestros dirigentes locales, puedan caer en el exceso de celo laico, porque hace descender la inteligencia de la cabeza al hígado. Eso no es posible en Córdoba, afortunadamente.

En abril de 1931, el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, recibió en su despacho un telegrama enviado por el alcalde de un pueblo, redactado en estos términos: «Proclamada la República. Stop. Dígame qué hago con el cura».

El presidente de la Fundación Bangassou, Miguel Aguirre, entrevistado por este periódico, considera que el Ayuntamiento cordobés se muestra muy crítico con las personas y grupos vinculados a la Iglesia católica. La política religiosa de la izquierda española actual viene determinada, le parece a uno, por la confusión entre laicidad y laicismo, términos bien distinguidos en el lenguaje científico, La laicidad es el reconocimiento de la incompetencia del Estado para adherirse a un credo religioso, precisamente como garantía de la libertad religiosa de todos los ciudadanos. La laicidad no es lo contrario de lo religioso, sino de lo confesional. La laicidad no niega la religión, sino que la considera una parte de la realidad social y valora su papel histórico. El laico no puede serlo sin aceptar la existencia de lo religioso, de tal modo que la laicidad implica la aceptación dialéctica de la religión.

El laicismo, en cambio, en un sentido amplio, comprende toda concepción del mundo y de la vida que propugne excluir la religión de la vida pública. Eso supone, me parece, identificar lo público con lo estatal, los fines e intereses públicos con los fines e intereses estatales. Como dicen los juristas alemanes, las Iglesias tienen un cometido público —público, no estatal— en la vida de los pueblos. Que el Estado sea aconfesional no significa dar por supuesto que los ciudadanos carecen de religión o que la sociedad en cuanto tal es arreligiosa, y de ninguna manera puedan, unos y otra, manifestar públicamente su juicio moral sobre cuestiones de relevancia social. Excluir del debate público las opiniones de los creyentes, que deben ser sometidas a la crítica o a la adhesión, como cualquier otro punto de vista, es negar a los ciudadanos creyentes su derecho a intervenir libremente, con arreglo a sus convicciones, en la configuración democrática de la vida pública.

Esta es la versión moderada del laicismo, la que quiere reducir la religión al ámbito de la conciencia. Hay también una modalidad agresiva, religiófoba, revientamisas, cocinacristos, asaltacapillas, comecuras, quemaconventos, que no tiene que ver con la laicidad, sino con la psiquiatría. El progreso ha encarnado esta especialidad científica en alegres muchachas de Podemos interrumpiendo una celebración litúrgica católica, desnudas de cintura para arriba, oreando al aire fresco de la libertad religiosa sus dos únicas neuronas. «Arderéis como en el 36». Sí, pero hará falta una inteligencia superior que les explique cómo se enciende la tea.

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