Perdonen las molestias

Galgos y balas

A Diego Márquez se le caían los cuentos de pajarillos extraviados y niños tristes

El excomisario Diego Márquez
Aristóteles Moreno

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En mi buzón de correo aún conservo el primer cuento que me envió Diego Márquez . Tiene fecha del 5 de octubre de 2012. Tomó desde entonces la inveterada costumbre de mandarme sus escarceos literarios para que los cribara de impurezas gramaticales. Pero, la verdad sea dicha, la corrección ortográfica era tan solo una coartada de poli listo. Lo que Diego quería realmente era compartir conmigo (y con sus amigas y amigos) su tierno universo de pajarillos tristes y personajes extraviados en el laberinto de un mundo ininteligible.

Diego era así. Un comisario de policía al que se le caían del bolsillo los cuentos de niños harapientos y cervatillos moribundos. Esa aleación fecundamente humana es lo que más me desconcertó en la primera cerveza que nos tomamos hace justo ahora veinte años. Luego vinieron muchas más (Diego no bebía alcohol) y una amistad intermitente y honesta, a partes iguales, que regamos con extraña regularidad en la bodega de la Taberna Salinas.

Fue precisamente Diego quien inauguró la sección de entrevistas que aún hoy, casi 14 años después, este amable periódico me permite escribir cada domingo. Era un 23 de septiembre de 2007. Y, ya por entonces, dedicaba sus días a recoger espárragos trigueros en compañía de sus inseparables galgos. Tres años antes había colgado su uniforme de comisario para entregarse en dedicación exclusiva a la trascendental labor de las cosas sencillas. Y allí estaba siempre la bondad insuperable de Esperanza, su mujer.

Guardo aquella entrevista como una lección de vida. Ahí pervive la historia de un hijo de panadero de Bolaños que se hizo policía a fuer de leer novelas del FBI . No imaginaba entonces que su sentido del deber lo iba a conducir al País Vasco de los años de plomo. Como comisario de Eibar, probó el trago amargo de la muerte, que arrancó la vida de muchos de sus compañeros. Aquella herida supura en buena parte de los relatos que ha ido tejiendo en los últimos años con tenacidad de orfebre.

En Navidad me llamó por teléfono. Tenía una nueva novela escrita y me rogaba, una vez más, que le echara un vistazo para purgarla de descuidos ortográficos. Y yo sabía, en realidad, que se trataba nuevamente de un noble gesto de amistad que ya no podré corresponderle

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