EL NORTE DEL SUR

Por alusiones

El principal patrimonio de un periodista es su credibilidad y su honradez: si intentas quitarle eso le estás intentando quitar todo

La alcaldesa, con su jefe de prensa en el Ayuntamiento VALERIO MERINO
Rafael Aguilar

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Con permiso y por una vez rompo la norma de estilo de no escribir de cuestiones personales ni profesionales, pero creo que las circunstancias me asisten para ello. Esta semana Córdoba ha vivido un hecho insólito, que me ofende no sólo a mí y a este periódico sino a cualquiera que se gane la vida con el oficio que tengo, que tenemos. El jefe de prensa de alcaldesa, Isabel Ambrosio, se ha tomado la libertad de llamarnos mentirosos a mí y al diario en el que trabajo en un grupo «whatsapp» integrado por setenta periodistas de la ciudad, y todo por publicar una información basada en una entrevista que según él no existió. Es decir, que me la inventé. El protagonista de la entrevista es Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco y nombrado en mayo de 2017 por la regidora presidente de la comisión municipal sobre la titularidad de la Mezquita-Catedral; en ella afirmaba, como reflejó la noticia que escribí en estas páginas el pasado 7 de febrero, que el dictamen sobre la propiedad del templo ya estaba acabado, en manos de Ambrosio y que concluía que «la Iglesia había desvirtuado» el inmueble porque, decía, «no había mantenido su carácter interreligioso».

Este señor, Mayor Zaragoza, tiene mi teléfono móvil y mi correo electrónico, porque él me los pidió después de cruzarnos varios mensajes y al término de nuestra conversación, que discurrió en un tono de cordialidad y de máxima colaboración por su parte: él no ha desmentido ni a mí ni a nadie de la edición cordobesa de ABC el contenido de la noticia a raíz de sus declaraciones, y hace ya cuatro días que publicamos la información. Las notas que tomé durante la entrevista telefónica, y que conservo, la inmediatez con la que transcribí sus palabras a los minutos de colgar, la experiencia de dos décadas de ejercicio y la diligencia que se le presupone a cualquier periodista que trabaje en esta Casa habrían de bastar para concluir —que se escribe sin tilde— que lo que plasmé sobre el papel se ajustó lo máximo posible a lo que había escuchado unos momentos antes.

Pero sucede que el tal jefe de prensa, que no estaba en mi mesa cuando hablé con Mayor Zaragoza; que no escuchó al presidente de la comisión, por ejemplo, negarse a mandarme por correo el informe tal y como le pedí porque, según se excusó, «aunque el documento está acabado sólo lo puede tener el Ayuntamiento por el momento»; pues ese cargo de confianza ciega de la máxima autoridad municipal escribe a trompicones en el móvil que no hubo entrevista y que lo que publicamos «carece de veracidad». Entiendo que para hacer ese tipo de consideraciones hacia un profesional —iba a escribir un compañero— uno ha de saberse con unos méritos incuestionables, porque decirle a un periodista que miente es como reprocharle a un bombero que arrastra conductas de pirómano, a un guardia de tráfico que va de conductor suicida o a un político que mete la mano en las cuentas públicas. El principal patrimonio de un periodista es su credibilidad, su honradez, su palabra. Si le quitas eso, o si lo intentas, le estás quitando todo, o lo estás intentando. Eso habría de saberlo cualquiera que se dedique o se haya dedicado a esto que hacemos a diario.

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