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Destinos / Diario de Maputo, 1

El espejismo de Doha es de alabastro

Día 03/12/2014 - 19.36h

Camino de Maputo (Mozambique), el viajero se detiene en el aeropuerto de Doha, semejante a una estación espacial

Todo viaje encierra una promesa que es un deseo y que a menudo se convierte en un espejismo. Pero no necesariamente peor que la realidad. Como el que relata el escritor mozambiqueño João Paulo Borges Coelho en su novela «Campo de Trânsito». Los guardianes de una prisión en medio de la selva mozambiqueña no necesitaban recurrir a métodos especiales para que los prisioneros obedecieran: «Cuentan con nuestra curiosidad natural siempre que intentamos averiguar qué es lo que nos va a tocar en suerte».

Si uno se asoma a un mapamundi (uno de los mayores placeres de la infancia: dibujar mapas, colorearlos, imaginar viajes) y ve dónde está Madrid y dónde Maputo es fácil trazar una línea que baje haciendo una suave curva recorriendo África prácticamente entera. Uno imagina que lo más fácil sería dejarse aconsejar por Portugal y desde Lisboa, en la desembocadura del Tejo, dejarse mecer por una de las «naos» de la TAP, la compañía de aviación lusa con la que tan buenos viajes hicimos a Estados Unidos: eran los más amables, y en la aeronave en la que se comía mejor. Y no sólo «bacalhau». Pero los viajes desde la antigua metrópoli hasta su antigua colonia se han vuelto prohibitivos, por eso nuestros anfitriones nos ofrecieron dos opciones: las líneas aéreas etíopes o las qataríes. Optamos por la segunda porque era la más «ajeitada aos nossos interesses», la que mejor se acomodaba a los compromisos en Mozambique.

Ahora volvamos al mapamundi y veamos el trazo inmenso que el avión dibuja, y que es el que seguiremos en el mapa de abordo, en esas pantallas individuales que cada pasajero tiene a la altura de los ojos. Del mismo modo que sería muy revelador hacer una encuesta en un tren de pasajeros que haga la ruta (por ejemplo) entre Vigo y Barcelona, o entre Madrid y Lisboa, y pregunte qué libros están leyendo (y en qué soporte, claro: aunque llamarle soporte a un libro suene tan áspero), sería interesante hacer parecido «inquérito» en un vuelo de la Qatar Airlines y preguntar al pasaje qué películas vieron entre la travesía entre Madrid y Doha o entre Doha-Johanesburgo/Maputo. A juzgar por lo que los recomendables paseos por los pasillos del Airbús en el primer tramo (casi siete horas) o en el segundo (más de diez), cabría deducir a vista de ojeador impertinente que la muerte violenta es una afición universal: catástrofes, monstruos, persecuciones, asesinatos…

También sería estimulante preguntar al departamento de recursos humanos de la aerolínea qatarí (el chiste es tan fácil que es mejor callarse) cuáles son los criterios a la hora de seleccionar a sus azafatas. De un elenco internacional, con una gama de rostros pálidos, que no descartan sin embargo ninguna pigmentación, pero con una belleza sutil de estampa entre oriental y de un priorato nórdico con luminiscencias arábigas. Jóvenes y aparentemente frágiles, con la mejor disposición para que el pasaje haga sus tránsitos entre origen y destino sin preocuparse de nada, aunque no viaje en primera o en «business». A ello ayuda la elegancia de un uniforme que es como el de un ejército desarmado: con ellas uno se dejaría conducir a cualquier inhóspito «campo de trânsito» si supiera (como sospecho del de Borges Coelho, aunque solo he llegado a la página cincuenta) que no iba a ser perpetuo.

En el aeropuerto de Doha

El espejismo de Doha es de alabastro

Había estado en el aeropuerto de Doha (Qatar) hace tan solo un año, y pensé que había llegado a otro país. Si entonces me pareció lujoso y abismal, un gran agujero de alabastro negro con asientos de aparente cuero rojo, galerías de espera entre establecimientos donde gastar lo inimaginable, un lugar fuera del espacio y del tiempo semejante a las estaciones espaciales de tantas películas de ciencia ficción en las que interactúan «humanidades» y «humanoides» de orejas, rostros y rabos variopintos, representantes de planetas ignotos, galaxias alejadas, el contraste era más que vertiginoso. Mientras que el de Madrid parecía casi deshabitado un sábado a mediodía, el de Doha a la una de la madrugada de ese mismo día era como un gran zoco interestelar en la que majaderos británicos se cruzaban con majaderos libaneses, desenvueltas ejecutivas de compañías de cosmética u acaso ONG estadounidenses de nuevo cuño empeñadas en salvar a los pobres y a los ignorantes con tacones afilados para matar cocodrilos miraban con un desdén muy sutil a enjoyadas saudíes de las que solo se veía la aspillera de unos ojos convexos como el diamante pulido mientras con manos enfundadas en guantes de negro estrangulador trataban de teclear «smartphones» blancos de última generación. Toda la fauna, incluida nuestra especie, la de monos gramáticos que intentan no hacer el ridículo, buscaban su puerta de embarque ante el emporio que la Tierra que fabrica lo que no es necesario. La molicie y del triunfo del comercio, tiendas abiertas de par en par para que la madrugada no se pierda en pensamientos, lecturas, ocio que no sea no comprar nada, no comer nada, no hacer nada.

Mientras la policía política qatarí hace ahora su servicio de modo más discreto, sin que a las camisas almidonadas de sus oficiales se les descubra ni la sombra de una arruga, ni una mota de polvo, ni una gota de kétchup arábigo, los mostradores de embarque parecen antesalas de joyerías: como si en vez de embarcar fuéramos a pedir que nos incrustaran una piedra preciosa entre los dos ojos, o justo debajo de la rabadilla, como un nuevo tipo de Google-glass para poder transmitir todos nuestros ruidos corporales (incluso nuestras ocurrencias más secretas) Urbi et orbi. ¿Para qué queremos policía política si entregamos todo lo que hacemos con nuestro dinero de plástico y luego publicamos en las redes sociales nuestros ires y devenires? Me tuve que acercar al mostrador para comprobar que no era plástico, sino alabastro, o tal vez un mármol especialmente fabricado para este emirato cuya fundación todavía patrocina al Barça y que nos muestra cuál es el camino del futuro. Dentro de cada servicio (hablo del de caballeros, naturalmente) hay permanentemente varios empleados (paquistaníes, palestinos, sirios, jordanos, filipinos, quién sabe) que con mascarilla y fregón o mopa nada electrónica se encargan de que no quede ni rastro de nuestro paso por la trasera de esta estación espacial que en medio de la noche parece un imán para las aeronaves perdidas en el gran agujero negro del mundo. Allá vamos, a la deriva y más allá. En nuestro caso, próxima estación, Maputo.

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