Bendito Navarrete

Este excéntrico historiador del Arte es uno de los mayores rayos de luz de Sevilla en años

Benito Navarrete, en la Iglesia de los Venerables J. J. ÚBEDA
Alberto García Reyes

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Con su británico aplomo de Jerez, abarrotado de barroquismos en el movimiento de sus manos, pero renacentista en el de sus ojos, Benito Navarrete es uno de los rayos más luminosos que han amanecido en Sevilla en el último cuarto de siglo. Al primer golpe de vista, aparenta ser un personaje extemporáneo, sacado de algún aparador de caoba arrumbado en el salón de un palacio decrépito puesto en venta. Pero el estereotipo es completamente traidor. Benito es un hombre de Ikea. Tienes que montarlo tú mismo. Él aparece siempre en la vida de los demás como un conjunto de piezas deslavazadas que sólo puede engranar el tiempo. Y donde se ve una balda vencida, lo que hay es un libro de más. Cuando llegó al Ayuntamiento para dirigir la Cultura de esta ciudad, las primeras personas con las que trató se echaron las manos a la cabeza. Vieron venir demasiado trabajo. Esa extraña mezcla de dandi vehemente, de caballero irrespetuoso, expandió el pavor en un mundo enclaustrado en los expedientes administrativos. Porque a Benito se le ocurrió la terrorífica idea de hacer cosas. ¿Cómo iba a hacer nada ese enjuto manojo de nervios con pantalones de cuadros o trajes de raya diplomática que hablaba con gestos amanerados y lo ignoraba todo sobre la maquinaria burocrática? ¿De dónde había salido este personaje histérico que hablaba de traer a Sevilla obras de arte de los mejores museos del mundo? Fueron muy pocos los que no lo tomaron por un loco. Pero todo cambió una mañana ante la llamada enojada de un funcionario. Benito Navarrete estaba organizando la exposición de las «Santas de Zurbarán». Para lograr la cesión de los cuadros, lo primero que tenía que hacer era dotar de medios el convento de Santa Clara. Y pidió comprar unos humidificadores que garantizaran las condiciones de humedad y temperatura de la sala. Pero el expediente no avanzaba y Benito formó una escandalera. El funcionario jefe le llamó para explicarle que los procesos son como son. Y el profesor le respondió: «No se preocupe, yo lo pago de mi bolsillo».

No tuvo que hacerlo, pero todos se concienciaron de que este hombre iba en serio. Navarrete no había dejado su plaza en la Universidad de Alcalá de Henares para hacer política, sino para hacer cultura. Aprendió de su maestro, Alfonso Pérez Sánchez, que la mejor obra de arte que colgaba de las paredes de su casa de la calle Pimienta no era un lienzo de José Guerrero o un dibujo de Alonso Cano, sino la ventana del cuarto de baño, que enmarca una colosal perspectiva de la Giralda. Y ahora este excéntrico figurín ha vuelto para soplar las velas de Murillo. Para enseñarnos el futuro de Sevilla a través de sus gafas de coqueto jerezano, que ven por detrás del tiempo. Benito Navarrete ha publicado un libro que extirpa todos los quistes de la ciudad más barroca del mundo. Es un libro macizo, como dijo ayer el arzobispo, que va a desvencijar el mueble donde guardamos los tópicos. Es la obra de un visionario en una ciudad desmontada. El profesor nos regala un manual de instrucciones para ensamblar las piezas sueltas de nuestra historia: «Para adentrarse en Sevilla, hay que huir de Sevilla».

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