Alberto García Reyes - LA ALBERCA

Algas en las tumbas

La lancha de Zahara representa a los millones de personas que buscan una vida mejor: la nuestra

Momento en el que la embarcación de inmigrantes llega a la playa de los Alemanes, en Atlanterra, Tarifa ABC

ALBERTO GARCÍA REYES

En el horizonte serpentea una valla de brumas, alambres intangibles de la razón. África y Europa casi se acarician físicamente y, sin embargo, están separadas por un agujero negro. Por eso las crestas blancas del mar anuncian periódicamente un revuelo de corrientes que presagia una hemorragia letal. Exangües los cuerpos, desalado el océano. El agua color cobalto, casi de luto, es un cementerio abisal con algas en las lápidas. La oscuridad está en el fondo, siempre en el fondo, no en las formas. Esa trinchera marina que trunca los senderos entre los dos continentes, entre el último mundo y el primero, es un grito de la naturaleza contra la condición humana.

¿Qué nos habremos creído? Te pones en la arena mojada, las olas besando tus pies, y ves con tus propios ojos la franja de tierra rúbea que alguna vez logró dejar atrás el hombre que está intentando venderte las gafas de sol, simpático, sin prisas. ¿Cómo te llamas? Seydou, de Senegal, 31 años.

Entre tu orilla y la suya hay apenas 25 kilómetros, una distancia que el mar multiplica exponencialmente en una ecuación en la que la equis es muerte y la y griega es religión. Tan cerca para la vista, tan lejos para cada cultura. Seydou no quiere contarte cómo cruzó. Se lo preguntas y sólo ríe. Es su forma de contártelo. ¿Añoras tu tierra? Calla. Su gesto es nostálgico. Por eso rompe la tensión. Que si quieres unas gafas. Te advierte que son falsas. Las compras aunque no prevés usarlas, pero tal vez esos cristales te ayuden a ver aquella orilla con sus ojos y los diez euros le ayuden a él a ver ésta con los tuyos. Mientras te las pruebas, le dices como quien no quiere la cosa: «¿Te has enterado de los que saltaron el otro día la valla de Ceuta?». La respuesta te congela: «La valla está aquí».

La yema de su índice derecho golpea con vehemencia su frente tres veces seguidas. Levantas la mirada y ves gaviotas. Ellas pueden ir allí a por bellotas de los quejigos moros y volver por la tarde a picotear los restos de comida en la playa de este lado con la misma facilidad con la que hacen ese viaje los fardos. Junto al acantilado, en un lugar cercano que llaman la Yerbabuena, desde donde se divisa Marruecos con nitidez —a veces incluso se ven las casas hacinadas de Tánger—, hay una barquilla hundida en la arena. Alguien ha escrito una frase sobre los restos de esa madera: «En esta patera viajaban personas en busca de una vida mejor. Muchos mueren».

Una vida mejor vale, para quienes se han subido a esos troncos, más que la propia vida. Seydou se marcha. «Mar o alambre dan igual, el problema no es a donde vas, sino de donde vienes», le dices. Asiente y te guiña un ojo. Acaba de confirmarte que no lo hacemos tan mal aquí. Que no nos dejemos convencer por los que nos quieren explicar cómo se cruza al lado de la dignidad sin haber estado nunca en el de la miseria. Una lancha llena de polizones llega poco después al rompeolas mientras los turistas graban su aventura con el móvil. Entre su playa y la nuestra no hay normas, hay sólo muertos. Agua, sal y sangre. Huesos entre las piedras, reposo en la agonía, vidas devoradas por el sueño de vivir. Cuerpos que se acercan al paraíso, con coronas de algas, sólo cuando sube la marea...

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