Antonio Papell - OPINIÓN

Turismofobia, no; reformas, sí

Las condiciones laborales de los trabajadores encargados de sostener el turismo masivo son con frecuencia inhumanas

La irrupción tumultuosa de Arrán, el movimiento radical de protesta vinculado a la CUP, en el debate sobre la congestión turística de determinadas zonas no debería llevarnos a olvidar que, antes de que los jóvenes cachorros de los antisistema catalanes hicieran aparatosamente acto de presencia, ya las encuestas habían detectado la preocupación social hacia la masificación del turismo, especialmente en Barcelona, alguno de cuyos barrios son ya verdaderos parques temáticos de los que huye la población autóctona.

No hacen falta demasiadas cábalas para entender que el crecimiento desenfrenado de ese sector –en 2017, un 11% con relación a 2016– no es sostenible, por más que aporte el 13% de empleo y la tercera parte del crecimiento. Y no es aceptable la tesis, más o menos explicitada por el Gobierno pero desde luego abrazada sin reservas por él, de que hay que soportarlo todo con tal de que sigamos creciendo a buen ritmo y reduciendo el paro. Colmar cuantitativamente las estadísticas nunca puede ser el objetivo de una buena política económica, que para afianzarse tiene que tener en cuenta aspectos cualitativos.

El sector turístico español, junto con la construcción, es responsable de la baja productividad de nuestro país (la productividad del sector turístico francés o norteamericano es muy superior), y genera costes sociales, políticos, culturales y medioambientales muy elevados. Y además, es impropio de un país moderno asistir pasiva y acríticamente al desarrollo de una burbuja en determinado sector, el turismo en este caso, que genera una masa laboral precarizada y explotada hasta límites insoportables.

Las condiciones laborales de los trabajadores encargados de sostener el turismo masivo son con frecuencia inhumanas : sujeta a la estacionalidad, ciclos de trabajo de una intensidad difícilmente soportable, temporalidad sistemática... Y, por añadidura, salarios bajísimos, ni siquiera mileuristas, que dejan al trabajador cerca del límite estructural de la pobreza, sin otra expectativa que la de seguir así. Naturalmente, facilitada por una regulación laboral laxa que tolera y aun fomenta los excesos del empleador a cambio de reducir las listas del paro, deteriora el estado de bienestar, que es cada vez menos sostenible. Porque estos trabajadores en precario tienen derechos sociales, pero aportan muy poco al sostenimiento de las arcas públicas. De hecho, el déficit de la Seguridad Social se ha disparado, y a nadie le parece extrañar que las pensiones hayan comenzado a perder poder adquisitivo.

Ante este panorama, quien pretenda sugerir que estamos en el mejor camino hacia el futuro miente y se equivoca. El turismo de baja calidad es empobrecedor, como ya empiezan a poner de manifiesto expertos que van contra corriente. Así, Manuel Castells pone en un artículo reciente el ejemplo de Baleares, «que era la región más rica, y está cayendo en comparación con otras precisamente por el predominio de una actividad mayoritariamente mal pagada. Es decir, que la bonanza de un sector viene acompañada de la precariedad y bajos salarios y del impacto negativo sobre el medio ambiente, la calidad de vida de los residentes y la convivencia ciudadana».

Y añade: «Un turismo regulado y encauzado, como propone el Gobierno de Baleares, es una bendición de nuestro clima y nuestra historia. Pero el turismo actual es insostenible y destructivo no sólo socialmente sino económicamente».

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación