OPINIÓN

Partículas

Según el vigente Modelo Estándar de la física cuántica (que nadie se me asuste), las partículas se dividen en dos clases

Ramón Pérez

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Según el vigente Modelo Estándar de la física cuántica (que nadie se me asuste), las partículas se dividen en dos clases. Por un lado los fermiones, que experimentan el llamado principio de exclusión y manifiestan una clara tendencia a alejarse unas de otras. Se denominan así porque, además de tener espín semientero, responden a la estadística de Fermi-Dirac (mantengan la calma). Pero estos son datos menores de su biografía, o quizás de su carácter, no sé, que ahora no vienen al caso. Por su parte, los bosones, que se muestran ajenos a este mismo principio de exclusión, son capaces de formar parte de un peculiar estado de ‘juntos y además revueltos’, esa especie de papilla cuántica que se ha dado en llamar, en honor a sus creadores, el condensado de Bose-Einstein.

Creo que nosotros, los seres humanos, compuestos orgánicamente de átomos constituidos, a su vez, de dichas partículas, según las fechas y según las circunstancias, manifestamos también esta doble naturaleza. En nuestra vida diaria, ya sea en el bus o en el estrecho reducto de un ascensor, procuramos mantener las distancias con el prójimo. La cercanía de los otros nos incomoda y procuramos ni rozarnos. En cambio, en las fiestas, manifestamos alegremente nuestra naturaleza bosónica. Ahora, muy cercanos ya comidas y cotillones, estamos de nuevo dispuestos a formar parte de cualquiera de esos opíparos condensados de Bose, donde el brillo festivo se mide por el apelmazamiento de semejantes haciendo sonar los matasuegras o celebrando, bajo la lluvia burbujeante del cava, las campanadas del nuevo año.

Se trata de una especie de esquizofrenia de naturaleza atómica (que tanto físicos como psicólogos me perdonen) que nos lleva del repudio a la hermandad, del distanciamiento a la inclusión, de la reacción esquiva al abrazo, de la defensa a ultranza de nuestro reducto más íntimo a la ‘emoción implícita del reconocimiento mutuo’, como bien supo expresar Humberto Maturana. Por ello queremos que en las fiestas haya mucha gente, cuanta más gente mejor, para poder hacer el trenecito agarrados de la cintura o bailar entre empellones y sudores ajenos, para atravesar la turbamulta con un vaso en la mano procurando no echártelo, o echárselo a cualquiera por encima. Y si salpica o se derrama, no pasa nada, hombre, todos estamos felizmente ligados, todo puede perdonarse en ese estado de mínima energía al que los físicos denominan ‘estado fundamental’.

Son los demás los que nos van construyendo, los que día a día van agregando párrafos a nuestra narrativa personal del yo. Son los otros los que escriben nuestra historia, los que van definiendo nuestra manera de ser, como cantos del río, puliéndonos unos a otros en el cauce tumultuoso de la vida. Sin el prójimo no somos nada. Somos hijos de una, a veces oscura, a veces luminosa interrelación. No somos nadie, aparte de las conexiones que lleguemos a mantener con quienes nos rodean en el trato diario, y también, en estos tiempos que corren, en la distancia, con aquellos otros que mantienen viva su presencia fantasmal por medio de las redes sociales.

Por mi parte, procuro no caer en ninguno de ambos extremos. Aquí ando, pues, por la cuerda floja de la vida, sin dejarme arrastrar por las aglomeraciones bosónicas más allá de lo estrictamente necesario, y al mismo tiempo evitando el huraño aislamiento del fermión. A ver si superamos sano y salvo estos rápidos del río sin descomponer del todo tan inestable estado elemental.

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