Francisco Apaolaza

¡Friagua!

Abajo se levanta la plaza de toros de Las Ventas, roja, mastodóntica como una roca sagrada

FRANCISCO APAOLAZA

Las entradas en el bolsillo. Pasaportes a otro mundo. Abanicos, sonrisas, claveles, paso largo, me alegro de verte. La calle de Alcalá ya no tiene la falda almidoná, pero baja derecha la suave cuesta de la tarde y a esta hora se le va espesando la sangre de metal de su tráfico creciente. Humo, prisa y bocinas, nardos apoyaos en la cadera. Qué dulce este tumulto. Abajo se levanta la plaza de toros de Las Ventas, roja, mastodóntica como una roca sagrada. Pura, inaccesible, solitaria, ningún hombre ha osado levantar jamás su velo. Ha dado vida a los dioses.

Morir es un sueño de bronce en la explanada de Las Ventas, abierta, solariega cuando hace sol. Aquí, el Yiyo elevándose a los cielos. Un ángel atlético llora sobre su silla vacía de enea. Acá la heladería de David y el busto de Fleming, al que hace unos años mancharon con espray supongo que los haters de la penicilina y le dibujaron ASESINO en el mármol bajo la pechera. Los puestos de chucherías ofrecen aquí y allá su sombra ligera y desordenada: hay pipas, cocacolas, banderas que nadie compra, chubasqueros, capotillos para turistas. Los pregoneros del agua fría elevan al aire su grito chamánico: ¡Friagua! ¡Friagua! ¡Friagua! Cruzo entre ellos y me acerco a la plaza con un peso de miedo y esperanza, una brizna de nostalgia y dos o tres metáforas agarradas en las tripas. Pa’los toros. Tuerce la boca el reventa con su ascentral disimulo, listo para desplegar su retórica de ofertas de viaje al paraíso. Perfume caro de señora, pachulí dulce y pegajoso, aftershave. La bella Averías,vestida de chulapa con su pelo a lo garçon y su vestido blanco de topos verdes primavera, extiende sobre el aire una nube de Cohiba como si colgara una sábana de olores en un cordel al sol del mediodía. De vez en cuando, entre el gentío, una mano anciana sujeta entre la suya la mano más pequeña de un nieto. Mira ahí, chaval, y el chaval mira y alguien que se cruza en su camino recuerda la mano que lo llevó a él y se le escapa un litro y medio de aire de cada pulmón. Qué sabrá la ONU.

La humanidad empapa cualquier espacio y se despliega alrededor de todo su catálogo más diverso e inabarcable: pijos del pádel, labradores de manos curtidas, las altas funcionarias, un par de piernas de pago, un flamenco, un notario, un kinki, un juez y un delincuente. Modernos, antiguos, pijos, progres, camisas de piñas y de peces, iniciales en el pecho, claveles en la solapa, pelos así y asao. Pantalones de tergal, vaqueros, minifalda, pitillos y perneras esculpidas por los sastres de Serrano. Mazados, viejos, tipos de mirada interesante, mujeres de bandera, feas y feos, guapos de catálogo. La España de la plantilla en la que se es una cosa o se es otra no cae en la cuenta de que esta gente no es nada. Es solo la gente del toro, habitantes extraños de una ilusión descabellada, celebradores de una existencia terrible pero luminosa. Contradictorio, diverso, ruidoso y soñador: este, Manuela, es el pueblo de Madrid. Dentro espera la suerte.

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