El Cacha

Estos días, al hilo de ciertas lecturas, me he tropezado con varios intelectuales de calibre

Ramón Pérez

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Estos días, al hilo de ciertas lecturas, me he tropezado con varios intelectuales de calibre. Me las he tenido que ver con Herder, cuando escarbaba en los orígenes de toda ficción nacionalista. También me las he tenido tiesas con Heidegger, en sus particulares enredos con el Ser y con el Tiempo. No ha sido pocas las horas dedicadas a G. G. Globus acerca la comprensión del sustrato cuántico de nuestro cerebro. Con F. Heylighen se me ha ido el santo al cielo mientras me explicaba ciertos comportamientos de los sistemas cibernéticos. Y sin embargo al personaje que más he seguido echando de menos, cada vez que he cruzado el parque, ha sido El Cacha.

El Cacha murió hace unos meses, pero no es mi intención escribir su necrológica. En realidad, mientras vivimos, solo estamos vivos en la capacidad de nuestros semejantes de formarse una imagen de cada uno de nosotros. Cuando esa imagen se mantiene viva en nuestra conciencia, la persona sigue viva de algún modo mientras nosotros vivamos. Mantengo la imagen viva de El Cacha en el parque. Desde que se jubiló hizo de este su territorio particular de retiro de monarca exiliado.

Era una criatura del campo, en el sentido etimológico de que fue creado y criado por el campo, por el campo ancho que no se atiene a tablillas de coto ni alambradas. Sus andanzas de cazador sin armas hubiese estimulado el sentido épico narrativo de un Delibes, o de un Berenguer, tal como lo hizo Juan Lobón. Personaje faulkneriano, formó con Juan el Viruli una de esas parejas que, de haber vivido en tiempos de Hesíodo, hubieran acabado dando lugar a algún tipo de teogonía. Salían al campo sin más equipo que sus espuertas colgadas en las espaldas y regresaban con ellas repletas de conejos. Habían recibido del cielo ese atributo mítico de atraparlos en el sueño.

Mantenerlo a raya fue misión imposible para sucesivas promociones de guardias civiles cuyo empeño disuasorio, a lo más, se plasmó en una serie interminable de multas impagadas. En sus últimos años, su instinto predador quedó recluido entre las rejas del parque. Entre sus setos ocultaba la litrona de cerveza que le ayudaba a apagar la sed larga de las mañanas. Siempre tuvo problemas para pronunciar la erre, pero de forma espontánea solía entonar cantes de vibración profunda que se quedaban interrumpidos apenas iniciados, dejando en el aire un eco difuso de hermosura. En sus reiteradas caminatas se apoyaba en un palo de fregona que le servía de báculo. Se valía de este, además, como instrumento para dibujar caras sobre la tierra suelta de los senderos. Eran imágenes simples, a modo de iconos de wasap, que regalaban sus sonrisas, multiplicadas y efímeras, a quienes transitáramos por su territorio.

Hoy, cuando atravieso el parque, echo de menos los rostros alegres, de trazo infantil, que El Cacha iba dejando tras sus pasos. Los intelectuales de fuste, con sus libros repletos de complejas ideas, dejan una poderosa huella en nuestro entendimiento particular del mundo. Pero, en el otro extremo, están estos otros personajes, como El Cacha, que también nos dejan una profunda impresión en nuestra conciencia, sin otro logro intelectual que el esbozo torpe de unas sonrisas sobre la arena. Fue precisamente Heidegger quien dijo que, para enfrentar la angustia vital, disponíamos de libertad para elegir a nuestros héroes. Ilustrados o legos, entre unos y otros se va construyendo nuestro Ser. Entre unos y otros se nos va escapando nuestro Tiempo.

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