Arash Arjomandi

La meditación de Hannah Arendt

La reflexión meditativa, que Arendt llama pensar en solitud, es la mejor farmacopea para el fortalecimiento de la facultad moral de la persona

Arash Arjomandi
Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

¿Por qué en determinados contextos, personas corrientes y sanas de mente, que no se caracterizan especialmente por una mayor dosis de orgullo, ego o envidia con respecto de su media social, son capaces de cometer actos flagrantemente inmorales?

La mejor respuesta a esta enigmática cuestión sigue siendo la aportada por la grandísima Hannah Arendt: es la irreflexión la que hace que ciudadanos normales acometan con frialdad, y sin remordimientos, ilícitos éticos indignantes (contrarios a la dignidad humana).

En efecto, sobre la base del diagnóstico de Arendt podemos afirmar que lo que les lleva a personas corrientes e, incluso, cultas o muy cultas, lúcidas e inteligentes, a ser malhechoras y cometer desmanes –o, en su grado más extremo, violencia y crimen– es la falta de un hábito y una práctica: el diálogo interior socrático, o lo que hoy podemos denominar, con propiedad, mindfulness.

La reflexión meditativa, que Arendt llama pensar en solitud, es la mejor farmacopea para el fortalecimiento de la facultad moral de la persona. Se trata del célebre diálogo socrático con el propio daimon, voz interior o ánima. Un tipo de reflexión que, según han cultivado muchos filósofos en Occidente, debe discurrir necesariamente acerca de las grandes cuestiones existenciales: ¿quiénes somos? ¿qué misión podemos descifrar en nuestra existencia? ¿en qué consiste mi condición humana? ¿qué me une o separa de las demás personas? ¿por qué suelo actuar del modo en que lo hago en lugar de asumir otras normas de actuación? etc.

Este tipo de prácticas meditativas nos hace ir más allá de la presión arrolladora de las apariencias y nos capacita para validar o refutar la impresión superficial que tenemos de las cosas y situaciones. El no realizar tales reflexiones metafísicas en solitud trae consigo –como dice Shoghi Effendi– todos los males que un alma es capaz de revelar: «la perversión de la naturaleza humana, la degradación de la conducta humana, la corrupción y la disolución de las instituciones; se envilece el carácter humano, se pierde la confianza, se relajan los nervios de la disciplina, se acalla la voz de la conciencia, se deforman los conceptos del deber, de la solidaridad, de la reciprocidad y de la lealtad, y se extingue gradualmente el sentimiento mismo de paz, de alegría y de esperanza».

En la agenda diaria de Benjamin Franklin, uno de los espíritus más ilustres e ilustrados, constatamos que cada día, al despertarse a las 5 de la madrugada, meditaba sobre «the morning question: What good shall I do today»; y al acostarse, a las 9, reflexionaba acerca del «evening question: examination of the day»

Es verdad que, como ha insistido Arendt, el punto de partida son siempre los hechos particulares y situaciones concretas. Y es verdad que, como ha mostrado Javier Gomá en su magnífica tetralogía de la ejemplaridad, la conciencia moral, el habituarse a elegir de acuerdo a principios éticos universales, se edifica y forma a partir siempre del caso concreto y del ejemplo. Pero sólo la experiencia del juicio interior, en solitud, nos ilumina y ayuda a distanciarnos de la realidad que suponemos, a examinar las apariencias y a dejar de dar por supuesto lo que parece indubitable, con el objeto de discernir entre lo bueno y lo malo de nuestras acciones concretas, entre lo justo y lo utilitarista de nuestras intenciones, y entre lo corresponsable y lo egoísta de nuestros planes.

De ahí que la estructura de las meditaciones existenciales y morales sea siempre lo que en filosofía se denomina juicio reflexionante. Se trata de un libre e indeterminado discurrir del pensamiento, que expresa valoraciones, no definiciones o conclusiones. Uno de los mejores modelos de ello en nuestra tradición occidental son los diálogos socráticos: todos ellos se preguntan por cuestiones absolutamente cruciales para nuestras vidas: ¿qué es el bien? ¿dónde encontrar la belleza? ¿cómo dar con la verdad? ¿es nuestra alma inmortal? ¿en qué consiste la justicia? Pero tales diálogos nunca aciertan a definir ninguna de esas ideas; no dan con la fórmula mágica de describir la esencia de estas cuestiones: lo que importa son los frutos que se van recogiendo en el camino mismo del proceso del pensamiento acerca de ellas.

Este tipo de diálogos de la persona consigo misma requiere atender de forma cuidadosa y respetuosa a la voz de nuestra alma que nos susurra al oído. Al escucharla se fortalece nuestra conciencia, nos dificulta el olvido y ejemplifica nuestra acción. En definitiva, sucede en nuestro interior lo que Eugenio Trías denomina el acontecimiento ético: un desplazamiento de nuestro éthos.

Sólo las mentes reflexionantes, las que practican la meditación existencial, consiguen evitar que el mundo les distraiga y compela. Y sólo ellas cumplen con la máxima socrática de que «una vida no examinada no merece la pena». Para ello hay que ejercer, a ratos, contemplación: retirarse del mundanal quehacer y ponerse en posición de espectador de la propia vida, de las cosas en su conjunto y de nuestra verdadera identidad. «No es a través de la acción, sino de la contemplación que se revela el “algo más”, es decir, el significado del todo», dice Arendt.

Arash Arjomandi es filósofo y profesor de Ética en la EUSS (UAB)

Ver los comentarios