Amistades ilustres. Carlos y Amalia con Joaquín Sorolla, en su casa de Madrid. :: IMÁGENES CEDIDAS
Jerez

Inventor de la esqueletomaquia

Carlos González Ragel destacó como fotógrafo y dibujante, así como por su vida bohemia

JEREZ. Actualizado: Guardar
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No podíamos dejar el apellido González sin acordarnos del creador de la esqueletomaquia, no sólo por su singularidad artística y personal, sino porque perteneció y estuvo emparentado con un buen número de conocidas familias jerezanas. Tales son los Montero, los Ayala, los Fernández de Bobadilla, los Cambas o los Jiménez de la Cuadra. Carlos González Ragel nació en el número 35 de nuestra calle Larga el 22 de diciembre de 1899, falleciendo en el sanatorio de Ciempozuelos de los Hermanos de San Juan de Dios en Madrid, el 28 de noviembre de 1969.

Su controvertida personalidad y sus innegables cualidades artísticas le hicieron gozar de una gran popularidad en el Jerez de mediados del siglo pasado, por el que paseaba su famélica figura envuelto en una capa española cuyo rojo forro dejaba ver al cruzar uno de sus vuelos por el hombro. Su huesudo semblante y afilado perfil le hicieron granjearse todo tipo de adjetivos, entre el que se contaban el de 'Drácula', por lo parecido de su atuendo y costumbres nocturnas con el conde vampiro cinematográfico; hasta el punto que algunos niños y señoras de entonces, temerosos de su imagen e inesperadas reacciones, evitaban su encuentro.

En años donde el gusto por lo clásico imperaba en la pintura, toda vez que se empezaba a aceptar el Impresionismo costumbrista de la Escuela Sevillana, era difícil que en Jerez se admitieran los esqueletos de un pintor jerezano por extraordinaria que fuera su factura, los que eran tildados de mal gusto y a su autor de excéntrico y extravagante, cuando no de alguien que no estaba en sus cabales.

Personaje delicioso

No obstante, y a pesar de tenérsele por un demente, en años en los que el alcohol todavía no había hecho mella en su cerebro, Carlos era un personaje delicioso que brillaba por su ingenio y rapidez dialéctica, la mayoría de las veces con contestaciones cargadas de gracia y de ironías propias de un intelectual.

El que esto escribe, para preparar este artículo, ha procurado leer casi todo lo que sobre él se ha escrito y guardan las páginas de libros y hemerotecas, la mayoría por personas que, a pesar de su buena voluntad, han transcrito comentarios y leyendas dictadas de segunda o tercera mano, cuando no procedentes de la voz popular, con lo que ello tiene de tendencioso hacia un personaje al que la sociedad jerezana ninguneo en su día, enmarcándolo dentro de un estereotipo, negándole con ello otros valores, y que, a despecho de las crónicas impresas, este columnista pretende hacer valer dándolos a conocer a los lectores de LA VOZ. En este sentido, nos hubiera gustado haber hablado con nuestro flamante hijo predilecto, Mauricio González Gordon, quien conociera y fuera amigo del creador de la esqueletomaquia, quien con toda seguridad podría habernos descrito a nuestro personaje con sus defectos y con sus virtudes; que también las tuvo. No obstante, tenemos información de primera mano para poder hacerlo.

Su padre, Diego González Lozano, afamado fotógrafo jerezano, contrajo matrimonio con Carmen Ragel Rendón, de cuya unión tuvieron siete hijos. Mujer de gran sensibilidad que falleció en 1908, por lo que al encontrarse viudo solicitó la ayuda de una ama, de la que es justo decir llevó a cabo una encomiable labor, porque los crió y educó en la observancia de las normas de urbanidad y respeto. A pesar de ello -como en toda crianza en la que falta un progenitor-, la educación quedó coja, dando como resultado niños conflictivos que, como bien dicen sus cronistas, comenzaron a manifestar sus carencias en la edad escolar.

No obstante, tanto Diego como Carlos aprendieron bien el oficio de fotógrafo para el que, por aquellos tiempos, era necesario ser también buen dibujante, dado que había que retocar, perfilar y colorear las fotografías. En este sentido, Carlos, una vez acabados los estudios primarios, se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios de Jerez, destacando desde muy joven por su buena mano en el dibujo.

Mientras que Carlos permaneció en Jerez pintando y ayudando a su padre en el estudio que tenía en la calle Larga, Diego, que ya era un magnífico fotógrafo, marchó a Madrid para trabajar como tal, llegando a tener la suerte de retratar el Oro de Moscú, gesta que le dio gran popularidad y que le valiera para ser fotógrafo del Banco de España. Debido a ello, Diego tiró de su hermano Carlos, quien dejó Jerez para, como éste, irse a la capital a probar fortuna, viviendo ambos sumidos en la bohemia propia del mundo artístico de la capital en la que prevalecía la vida nocturna de la juerga, el alcohol, etc. Se codeó con artistas de la talla de Benlliure o Sorolla. A los siete años de permanencia en Madrid y debido a la muerte de su padre, regresó a Jerez para hacerse cargo junto a su hermano Javier del estudio de su progenitor.

Su mejor etapa

Es entonces cuando comienza la mejor etapa de su vida, yendo a cubrir como fotógrafo los diferentes eventos y actos que por aquellas fechas se celebraban en nuestra ciudad. Fue durante una de estas celebraciones cuando conoció a la que más tarde sería su esposa, Amalia Montero; concretamente en el Aeropuerto de La Parra, con la llegada de la flotilla de aviones Junkers, a la que él asistía como profesional de la fotografía para cubrir la noticia. Allí fueron presentados por el hermano de Amalia, Juan Montero Revilla. Se dice que fue en La Parra donde surgió el flechazo, enamorándose ella del enorme atractivo juvenil de Carlos, su fino y elegante porte y distinguidos modales; por el que vivió y luchó hasta el final de sus días. Pero debido a sus muy arraigadas costumbres madrileñas y a la falta de celo y profesionalidad de ambos, el estudio se abría tarde o no se abría en todo el día, llegando a ser un desastre como negocio, por lo que tuvieron que cerrar. No obstante y dadas las notables cualidades que Carlos tenía para el dibujo, el retoque y coloreado de las fotografías, abrió otro en la acera de enfrente, próximo a la actual rotonda de los Casinos. Pero a pesar de la afluencia de público y de trabajos, la vida bohemia en la que continuaba sumido le imposibilitaba llevar a cabo los reportajes que le encargaban, llegando a darse el caso de una señorita que fue a hacerse las fotos de novia y todavía no le habían entregado las de la primera comunión.

Ante tales irresponsabilidades, ocurrió lo que estaba cantado: el estudio acabó cerrando. Desde entonces dedicó su vida a la pintura y a vivir la bohemia de la noche, por lo que las juergas continuas le hicieron caer en el alcoholismo, la depauperación y la enfermedad.

Regreso a Madrid

Pero debido a los amigos y al conocimiento que tenía en Madrid, se marchó a la capital con un buen número de lienzos bajo el brazo, todos ellos de personajes esqueletizados, los que perfectamente caracterizados diseccionaba y pintaba con extraordinario conocimiento del aparato locomotor al que añadía los atributos por los que se conocía al personaje. Una vez en Madrid se presentó al director del Museo Nacional de Arte Moderno, el que quedó impresionado con la temática y originalidad del artista jerezano, organizándole una exposición días antes de estallar la República. Ni que decir tiene que la muestra tuvo un gran éxito de la crítica y un extraordinario impacto en los foros artísticos madrileños. No obstante y debido a su mala administración y a los pocos recursos intelectivos que el artista tuvo para conducir su vida, siempre estaba sin un duro, por lo que regresó a Jerez, haciéndolo en loor de multitudes.

Debido al éxito artístico, la adulación de sus paisanos y a su gran autoestima artística, vivía envuelto en una nube de vanidades, abocado a la bebida, la noche, el alcoholismo y la desnutrición.

Crisis psicológicas

Continuó pintando y exponiendo, pero debido al alcoholismo crónico que padecía sufrió las primeras fases de 'delirium tremens' y crisis psicológicas. Ante la desesperada situación, deciden marcharse de Jerez en la creencia de que en otra ciudad cambiaría de vida y recobraría la salud y con ella la paz necesaria para ordenar sus ideas y poder pintar. Como siempre, llevando de sombra a su pobre Amalia, la que sufriendo sus múltiples desaciertos y calamidades lo acompaña a Sevilla, donde continua pintando y exponiendo, consiguiendo que una de sus exposiciones se la inaugure y presente el general Queipodellano, en ciernes máxima autoridad política y militar de Sevilla, quien, debido a sus múltiples obligaciones, se retrasó, encontrándose que nuestro pintor contrariado había cerrado la sala y suspendido la muestra. Ni que decir tiene que al día siguiente se personó el general puntualmente inaugurando la exposición.

Pero en Sevilla continuaron las borracheras, ya que en la capital del Betis había todavía más vida nocturna. Al poco tiempo y a causa de sus crisis y debilitada salud, tuvieron que regresar a Jerez, instalándose en una casita en el Paseo de las Delicias, donde, comparándose con una antigua autofotografía, la firmó al pie con la leyenda de «Éste fui yo».

A pesar de contemplarse y reconocer su deterioro, no era capaz de corregir su vida. Vivía apenas sin recursos, tenía su casa llena de trampantojos: jamones, quesos y demás viandas, y hasta un teléfono pintado en la pared, así como personajes esqueletizaos, por lo que la llamó Villaesqueletomaquia. Agudizado los síntomas de su psicosis maniaco depresiva y llevado por su toxicomanía alcohólica a la demencia, tuvo que ser ingresado en Ciempozuelos, donde permaneció hasta el final en 1969. Con su fallecimiento perdió Jerez y la historia contemporánea de la pintura a un artista genial, el que debido a sus patologías no tuvo el reconocimiento que se merecía y esto, a pesar de que Carlos González Ragel, amén de su ingenio y talento artístico fue un hombre educado con facilidad de palabra y gracia a raudales.