relatos de verano

Cubo amarillo, pala verde...

«Así, sin verles, transcurrió la primera semana. Nico y Marisa no volvieron a la playa. Yo aprendía a saber cuando tocaba marea, cuando sol implacable sobre mi apéndice nasal»

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Hasta hoy, el 15 de julio de 2014 había sido la última fecha en que disfruté de verdad de un día de verano. Hasta hoy.

-«Papá ¿jugamos a enterrarte?», preguntó mi pequeño Nico.

Pese a que todavía rondaba en mi cabeza el volumen del informe Torregrosa, que esperaba en mi mesa el día 1 de septiembre, un periódico y una siesta breve y calurosa habían dispuesto mi humor para comenzar a disfrutar de las vacaciones.

Nos llevamos la pala verde y el cubo amarillo, aunque en realidad fueron mis manos las que utilicé para cavar bien hondo el agujero que habría de alojar mi cuerpo. Mi hijo dejó caer el cubo amarillo junto a mis pies, antes de, palada verde a palada verde, cubrir por completo mi cuerpo -y el cubo amarillo- antes de que mi mujer pronunciase las palabras mágicas.

-«¡Nico!, ¡A merendar!»...

Opté por relajarme bajo la arena fría, casi dejando que el sueño se apoderase de mí de nuevo, y que la brisa se llevase a Torregrosa, a Martínez y a su informe todo lo lejos que pudo.

La brisa se hizo viento y, poco a poco, la arena comenzó a cubrir la pala verde y mi rostro, dejando descubiertos apenas mis ojos y la nariz. Traté de moverme, pero cada mínimo desplazamiento apelmazaba más la arena a mi alrededor.

La primera semana

Cuando llegó la hora de marchar, mi esposa advirtió mi ausencia.

-«¡Antonio!, ¡Antonio!, nos vamos»...

No había un ápice de angustia en su voz. Solo impaciencia infinita.

-«¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!... ¿Pero se puede saber dónde está tu padre?... ¿Y tu cubo y tu pala?...». Mi hijo señaló hacia donde yo permanecía enterrado.

-«¡Pues venga, ve a cogerlos!», le dijo mi mujer.

Y hacia mí vino Nico, con su pañal pesado e hinchado por los muchos litros de agua que había absorbido, bajo su pequeño traje de baño de Bob Esponja.

-«¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!...». Mi mujer puede ser muy pesada si se empeña.

-«Papá, donde está el cubo "amaillo" y la pala "vedde"», preguntó a mis ojos visibles Nico.

Yo sabía que el primero estaba enterrado conmigo junto a mis pies, y que la pala estaba cubierta por una fina capa de arena no muy lejos de mi rostro. Se lo podía haber indicado con la mirada, pero pensé que en esa situación, quizá me resultasen útiles.

-«Ni idea, hijo», indiqué con los ojos. Y él volvió a donde estaba Marisa, resignado a su manera. ¡Qué gracioso!, el jodío, con su pequeño bañador de Bob esponja y su pañal abombado por el agua.

-«¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!, ¡Antonio!...». Así siguió Marisa un buen rato hasta que terminó de recoger los bártulos y decidió marcharse.

El primer reto fue la marea, que comenzó a subir hasta cubrir mi rostro por completo. Lejos de protestar por privarme el agua de la vista de la preciosa noche estrellada que hasta entonces contemplaba, agradecí sobremanera el refresco de mi nariz, bastante quemada tras el baño de sol de la tarde anterior.

El disgusto de verdad llegó al día siguiente. Marisa y Nico no vinieron a la playa. Pensé que estaría enfadada. Luego me consolé concluyendo que sería tal vez algo de tristeza la que le mantenía en casa.

Así, sin verles, transcurrió la primera semana. Nico y Marisa no volvieron a la playa. Yo aprendía a saber cuando tocaba marea, cuando sol implacable sobre mi apéndice nasal.

Me entretuve viendo cientos de peces sobre mi rostro oculto por arena y agua salada. Perfeccioné mi, por otra parte, y aunque esté mal que sea yo quien lo diga, buen conocimiento de constelaciones, cirros y estratos.

La alegría llegó una semana más tarde. Mientras Marisa clavaba la sombrilla, Nico vino corriendo a donde yo estaba.

-«Papá, ¿dónde está el cubo "amaillo" y la pala "vedde"?», yo fingí de nuevo no saberlo. Y así volvió a transcurrir una larga semana de remordimientos por mentir a mi hijo día tras día solo por el egoísmo de creer que los necesitaría en cualquier momento.

Hasta aquel lunes no había sentido hambre ni sed. Para aprender a filtrar el oxígeno y el plancton me serví de otra de -está mal que lo recalque yo, lo sé- mis buenas habilidades y conocimiento: las letras.

«La erre resultó la letra más adecuada para filtrar el plancton»

Vibración simple de la punta de la lengua en la zona alveolar. Efectivamente, la erre resultó la letra más adecuada para filtrar el plancton, y aunque de buena gana me hubiera comido una de las navajas que iban haciendo hogar en torno a mis pies, ni cubo ni pala me sirvieron en modo alguno para tal propósito.

La última semana del verano estaba decidido a decir a Nico dónde estaban sus juguetes. Pero no hube de hacerlo, Marisa había reemplazado dichos objetos por otros de idéntico color, así que conservé sin remordimientos cubo amarillo y pala verde, por si me pudieran ser de utilidad en mi situación.

Llegado el 30 de agosto tuve sensaciones encontradas. Por un lado me daba algo de pena que Marisa y Nico se marchasen.

-«"Ayó"», papá», vino a decirme el «jodío», que ya no preguntaba por su cubo y su pala.

-«¡Antonio!, ¡Antonio!», gritó desganada Marisa, por si acaso, antes de emprender viaje de vuelta a Madrid.

Me invadió cierta nostalgia, pero nada pudo superar la alegría de pensar que sería Martínez quien se tragase solito el informe Torregrosa. ¡Menudo pringao!, pensé. Y eso me reconfortó y dio fuerzas.

Eusebio Alejandro Martínez Cantalarrana-Mendizábal era mi compañero de todo. A pesar del profundo desprecio que me inspiraba. De pádel, donde me gritaba órdenes sin parar y hasta el enojo y el hastío mutuo. Eusebio era mi par también en la oficina. Un tipo eficaz, pero con la mala costumbre de hacer saber al jefe cuánta parte del trabajo había hecho él -mucha y mejor- y cuánta yo. Un pelota, un tío desagradable al que todos llamábamos Martínez para fastidiarle.

-«A ver, copón» (sí, decía «copón», tal era el nivel irritante que ostentaba). Me llamo Eusebio y también Alejandro. Y Cantalarrana-Mendizábal, ¿y tenéis que llamarme por lo único común de mi nombre?», protestó un día.

Martínez

-«Y cómo te vamos a llamar? "¿Euse?", ¿"Sebi"? ¿"Mendi"?... es que tu nombre es demasiado largo, y no se puede apocopar, y tu segundo apellido igual», le había dicho yo un día ante el asentimiento y carcajadas maliciosas del resto de compañeros de la oficina, que desde entonces solo le llamaron «Martínez».

«Pues toma informe Torregrosa, Mar-tí-nez», pensé con cierta satisfacción mientras Marisa y Nico volvían a Madrid.

Del otoño no hubo mucho que destacar. Solo que las mareas eran más largas y me daba atracones de plancton excesivos, por lo que gané unos kilos.

Del invierno, la belleza impresionante de un par de ciclogénesis explosivas que, de propina, se llevaron por delante el feísimo paseo marítimo que el alcalde saliente se había encargado de levantar con fondos europeos -algo le había sobrado para su chalé, se comentaba en todos los bares-.

De la primavera, una gripe horrible me tuvo postrado una semana; más postrado de lo habitual.

Y julio, ya en el verano de 2014, se me hizo eterno, impaciente como estaba por ver a Marisa y a Nico de nuevo.

El 14 de julio ha vuelto a ser el día en que volví a disfrutar de nuevo del verano. Y eso que empezó mal, muy mal. Aunque primero vino una pequeña alegría.

-«Hola, Papá», vino a saludar Nico con su pequeño traje de baño de Bob Esponja, pero sin pañal. ¡Qué orgullo!, ¡Qué alegría me dio verle tan guapo y tan mayor!.

El regreso

Luego vi a Marisa. Estaba preciosa. Delgadísima y con un bikini nuevo que le sentaba de maravilla. Muy morena. Se notaba que había aprovechado la piscina de la urbanización para no llegar blanca como el año anterior, que tuvo que ponerse la camiseta a las primeras de cambio de lo que le picaba el sol.

De repente, el mundo se me cayó sobre los pies, justo al lado del cubo amarillo, al que no había hallado utilidad alguna.

¡Use!, cariño, tráete del coche la fiambrera y la nevera roja», gritó Marisa.

¿Use?.. ¿Quién es Use?... -me pregunté- Daba por hecho que, tras un año, Marisa se habría enfadado conmigo, menuda es, y podría haber rehecho su vida. Pero aquello era demasiado.

Vi aparecer a Martínez con la nevera roja, con la fiambrera y la misma pala verde y cubo amarillo que Marisa había comprado a Nico la última semana del verano anterior.

«¡Maldito Martínez!», pensé. Al hombro llevaba una toalla promocional de «Torregrosa Inc.». «¡Detestable pelota!», me dije. Las piernas blanquecinas, lechosas, recubiertas de pelos castaños largos y desagradables.

«Martínez, Martínez, Martínez...», lamenté furioso, antes de que un nuevo pensamiento hiciese que se me revolviese el plancton del desayuno: «Use».

Mi mujer había encontrado el apócope adecuado, cariñoso y elegante para el absurdo e incómodamente largo nombre de Eusebio Alejandro Martínez Cantalarrana-Mendizábal. ¡Qué rabia, me daba!... «Use»... «¿Y si todos en la oficina le llamaban Use ahora?...», me torturé. «Y si ella, en la intimidad, le llama también Alex».

Mientras observaba afligido como Martínez untaba de crema solar hasta el último poro de la piel morenísima de Marisa. Justo cuando trataba de imaginar el modo de usar cubo amarillo y pala verde para poder salir de allí, y no pasar el peor verano de mi vida contemplando aquello, mi hijo, mi gracioso y amado hijo, pronunció una frase que me hizo reír a carcajadas al tiempo que prometía arreglar mi verano.

-«Martínez» -dijo Nico aumentando mi gozo al no llamarle Use- «¿jugamos a enterrarte?».

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