Portada de ABC del 15 de octubre de 1977 en la que se muestra la aprobación de la Ley de Amnistía
Portada de ABC del 15 de octubre de 1977 en la que se muestra la aprobación de la Ley de Amnistía - ABC
TRANSICIÓN ESPAÑOLA

Amnistía y perdón

La Ley de Amnistía, que había auspiciado la izquierda, tuvo un bello corolario. Los amigos Satrústegui y el republicano Justino de Azcárate sellaron con un aplaudido abrazo su compromiso de «no tener que rozar el trágico pasado de España»

Madrid Actualizado: Guardar
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La aplicación de sucesivas medidas de gracia fue un signo más de la reconciliación que la Transición supuso. Juan Carlos I, nada más ser proclamado Rey, decretó un primer indulto que benefició a casi 11.500 presos comunes y 773 políticos.

Antes de la primera convocatoria electoral de la democracia, el Gobierno de Adolfo Suárez había excarcelado incluso a los seis condenados a muerte en los procesos de Burgos (cuya pena capital había conmutado Franco) y a otros presos vascos con delitos de sangre que aguardaban juicio.

Tras los primeros comicios libres, cuyo cuadragésimo aniversario ahora celebramos, la amnistía seguía siendo objetivo programático de la oposición. El 30 de julio de 1977 se promulgó así un Real Decreto-ley que amnistiaba delitos y faltas de intencionalidad política y de opinión que no hubieran «puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas».

Con este motivo, el rotativo francés Le Figaro tituló: «La España de los vencedores ha perdonado a los vencidos».

No obstante, la demanda de una amnistía aún más generosa persistía entre las filas de la izquierda. Los grupos parlamentarios socialista, comunista, mixto y de la minoría vasco-catalana consensuaron pronto un único proyecto de ley. Como comentó el principal diario progresista, las Cortes iban a convertirse en escenario de un «emocionante acto de reconciliación nacional y de afirmación de la democracia».

La Ley de Amnistía de octubre de 1977 supuso todo un salto cualitativo, tanto por su amplio alcance como por el hecho de que su aprobación correspondiera a un Parlamento ya democrático. Contemplaba la inédita inclusión de los delitos que hubieran «puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas» al menos hasta el 15 de diciembre de 1976, fecha del referéndum de la Ley para la Reforma Política. Y añadía dos plazos de gracia: hasta el 15 de junio de 1977, fecha de las citadas elecciones democráticas, para el caso de «todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado», relacionados con el «restablecimiento de libertades públicas o de reivindicación de autonomías»; y hasta el 6 de octubre de 1977, para los actos de esa naturaleza que no hubieran supuesto «violencia grave» contra la vida o integridad de las personas.

El debate parlamentario tuvo un doble prólogo. El primero, memorable, fue la sorpresiva defensa de Alianza Popular por parte de Santiago Carrillo, quien censuró que un ministro de Suárez calificara de «enemigos de la democracia» a los políticos de esta formación. El segundo, macabro, lo representó el asesinato en Guernica del presidente de la diputación de Vizcaya y de sus dos escoltas de la Guardia Civil a manos de ETA.

La discusión y aprobación en el Congreso de los Diputados de la Ley de Amnistía tuvo lugar el 14 de octubre. El diputado Carro Martínez justificó la solitaria abstención del grupo parlamentario de AP en el rechazo al borrón y cuenta nueva con el terrorismo. Una «democracia responsable», a su juicio, no podía amnistiar continuamente «a sus propios destructores».

El más emotivo y generoso parlamento correspondió al líder sindical Marcelino Camacho, que había combatido en la Guerra Civil y fue sometido a trabajos forzados por el franquismo. «Nosotros, precisamente, los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores», concluyó.

En esa sesión, que constituiría siempre el mejor recuerdo de su vida parlamentaria, demandó la amnistía «para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie», y adelantaba que la sellaría el PCE firmando, en nombre de los trabajadores, los Pactos de la Moncloa. Lo fundamental, aseguraba el diputado, era que «lo que hace un año parecía imposible, casi un milagro, salir de la dictadura sin traumas graves», se estaba realizando. Y en un guiño final a la derecha de la Cámara, pidió «amnistía para gobernar, amnistía para reforzar la autoridad y el orden basado en el justo respeto de todos a todos y, naturalmente, en primer lugar, de los trabajadores con respecto a los demás».

En parecida línea intervino Txiki Benegas, en nombre del PSOE. Aseveró que ese mismo día por fin se iba a «enterrar la guerra civil, la división entre los españoles y las responsabilidades derivadas de quienes, en defensa de la libertad, se opusieron a aquellos que pretendieron acallar la fuerza de la razón por la fuerza de la violencia y del ejercicio autoritario del poder».

Diferente fue el turno del peneuvista Javier Arzallus, que, aunque en tono moderado, procedió a una discutible equiparación entre la barbarie terrorista de ETA y la acción represora de la dictadura franquista. Mucho más radical se manifestó, sin embargo, el solitario representante de Euskadiko Ezkerra. A Francisco Letamendía, que más tarde se integraría en Herri Batasuna, poco le importaba la reconciliación de los españoles que estaba simbolizando esa sesión parlamentaria. Solo deseaba la «emancipación» (sic) del pueblo vasco y la justificación «política» de los abominables crímenes cometidos por ETA.

La Ley de Amnistía, que había auspiciado la izquierda, tuvo un bello corolario en el paralelo debate en el Senado. Allí los ahora entrañables amigos Joaquín Satrústegui, otrora combatiente en el bando nacional, y el republicano Justino de Azcárate sellaron con un aplaudido abrazo su compromiso de «no tener que rozar, ni directa ni indirectamente, el trágico pasado de España».

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